miércoles, 11 de marzo de 2009

El estallido de la Revolución Alemana, noviembre de 1918.

El descontento cundía desde hacia tiempo entre los marineros de la Flota de Alta Mar alemana. Ya en 1917 se habían producido infracciones disciplinarias con tintes políticos que habían sido reprimidas con mano dura y castigadas con mucha severidad. Pero desde este incidente no se había vuelto a repetir nada similar, y nada, nada en absoluto podía hacer sospechar que ahora los amedrentados marineros, con el anhelado fin de la guerra ante sus ojos, podrían optar, en el último momento, por poner su vida en juego con un gran motín. Pero tampoco en una batalla naval. Caundo de pronto se les dio a escoger entre arriesgar su vida de un modo u otro, los hombres de algunos grandes buques (no todos, ni mucho menos) se decantaron por la desobediencia. Indudablemente no fue por cobardía -un amotinamiento en tiempos de guerra exige mucho más coraje que la lucha en la batalla- sino porque creían en la justicia.


Un par de días antes, un enviado de los marineros había subido a bordo del Thüringen, uno de los barcos de línea que se habían negado a zarpar el 30 de octubre, para comunicarle al primer oficial que el ataque naval planeado no se ajustaba a la política del nuevo gobierno. El oficial contestó con sequedad (según la posterior declaración del marinero durante la instrucción del consejo de guerra): "¡Sí, de vuestro gobierno!". Esta conversación aclara la disparidad de posturas en pocas palabras: Eran los oficiales quienes ya no reconocían al gobierno como suyo y las tropas las que creyeron que tenían que luchar por "su" gobierno. Desde su punto de vista, actuaron en legítima defensa del Estado y salieron en apoyo del marco legal establecido; si se amotinaron, entonces se puede decir que lo hicieron contra los amotinados.
El amotinamiento de Schillig-Reede -un drama oculto sobre el cual durante varios días nadie en Berlín o en el Cuartel General Supremo de Spa tuvo conocimiento alguno- terminó en tablas. Tras unos minutos de estupor durante los cuales los barcos alemanes amotinados y los que aún no lo estaban, a muy poca distancia unos de otros, se apuntaban con sus enormes cañones, los amotinados se rindieron. En este sentido, vencieron los oficiales. Pero se abandonó el planeado ataque naval: con una marinería tan poco fiable, los almirantes no quisieron arriesgarse a librar una batalla naval. En este sentido, los marineros eran los vencedores. La flota reunida en Schillig-Reede se dispersó de nuevo. Tan sólo una escuadra permaneció ante Wilhelmshaven, otra recibió orde de dirigirse a Brunbüttel y la tercera escuadra, la que no se había amotinado, navegó de vuelta a Kiel, donde llegó el viernes 1 de noviembre. Los marineros detenidos, que superaban el millar, fueron llevados a tierra, a las prisiones militares. Les esperaba un consejo de guerra y el pelotón de ejecución.
Ahora se trataba de su destino. Las tropas de la tercera escuadra regresaron hacia Kiel tan compungidos como cuando zarparon una semana antes hacia Wilhelmshaven. La "cabalgada de la muerte" hacia la que creían dirigirse entonces había fracasado. Pero ahora para sus camaradas, que la habían hecho fracasar, la amenaza de muerte era inminente. Este sentimiento revolvía y atormentaba a los marineros. En Schillig-Reede, finalmente, sólo se habían amotinado las tripulaciones del Thüringen y del Helgoland, pero prácticamente todos estaban a favor de la revuelta, aunque les faltó valor. Ahora este pensamiento los carcomía. Los camaradas del Thüringen y del Helgoland que sí habían tenido valor y de este modo se habian convertido en sus salvadores, ¿debían verse ahora condenados a morir? No los podían permitir. Pero si no lo querían permitir, necesitaban ahora mucho más coraje del que habían necesitado en el último momento, dos días antes, en Schillig-Reede, así que debían arriesgar al máximo: no sólo debían insubordinarse,sino que debían apostar por el levantamiento, el uso de la violencia y la toma del poder. ¿Y qué pasaría a continuación? Eso les atormentaba. ¿Pero dejar morir a sus compañeros? Eso era inconcebible, aún más que inconcebible.
Pasaron tres días hasta que estos hombres, que no habían tenido el valor de amotinarse en Wilhelmshaven, encontraron la fuerza suficiente para revelarse en Kiel. El primer día mandaron una delegación al comandante de la plaza para exigir la liberación de los prisioneros; obviamente esta reclamación fue rechazada. El segundo día discutieron largo y tendido en el edificio sindical de Kiel con los soldados de infantería de marina y los estibadores sobre qué era lo que podían hacer, pero no llegaron a ninguna conclusión. El tercer día, el domingo 3 de noviembre, pretendían proseguir las discusiones, pero se econtraron bloqueada la entrada del edificio sindical que estaba vigilada por una guardia armada. Por eso se reunieron al aire libre, en un campo de instrucción donde miles de trabajadores se unieron a ellos, escucharon los discursos y formaron finalmente un gran cortejo. Algunos estaban armados. En un cruce de calles, una patrulla detuvo la manifestación. El jefe de la patrulla, un tal teniente Steinhäuser, ordenó que se disgregasen, y al ver que no lo cumplían ordenó abrir fuego. Nueve muertos y veintinueve heridos quedaron tendidos sobre el pavimento. La caravana se dispersó, pero un marinero armado se adelantó y disparó al teniente Steinhäuser.
Éste fue el acto decisivo, el disparo de salida de la Revolución alemana. De pronto todo el mundo fue consciente de que ya no había marcha atrás. Y ahora todos sabían lo que debían hacer. La mañana del luner 4 de noviembre, los marineros de la Tercera Escuadra eligiaron sus consejos, desarmaron a los oficiales, se armaron e izaron en los navíos la bandera roja. Únicamente un buque el Schlesien no se unió a ellos: huyó a alta mar bajo la amenaza de los cañones de sus barcos hermanos. Sólo un comandante, el capitán Weniger del Köing, defendió con las armas su pabellón. Murió de un disparo.
Marineros armados, ahora bajo las órdenes de sus consejos de soldados, y dirigidos por un contramaestre llamado Artelt, desembarcaron en formación, ocuparon sin resistencia la prisión militar y liberaron a sus compañeros. Otros ocuparon los edificios públicos y la estación. Al mediodía llegó a Kiel un destacamento de soldados del Ejército de Tierra que había sido enviado por la comandancia de Altona para reprimir la sublevación de los marineros: pero el destacamento fue desarmado entre escenas de confraternización. El comandante de la base naval, privado de cualquier mecanismo de autoridad, recibió a regañadientes a una delegación del consejo de soldados y capituló. Los infantes de marina de la guarnición se solidarizaron con los marineros. Los estibadores de los muelles declararon una huelga general. Al atardecer del 4 de noviembre, Kiel estaba en manos de cuarenta mil marinero y soldados insurrectos.


Los marineros no sabía qué hacer con el poder que acababan de conquistar. Cuando al caer la tarde de ese 4 de noviembre llegaron de Berlín dos enviados del atemorizado gobierno, el diputado socialdemócrata Gustav Noske y el secretario de Estado burgués Haussmann, muy inquietos, fueron recibidos con júbilo y alivio y Noske fue elegido inmediatamente "gobernador", lo que demuestra una vez más que los rebeldes no se levantaron contra el gobierno, sino a favor de él, y creyeron estar actuando en este sentido. Pero instintivamente tenían clara una cosa: tras haber dado en Kiel el gran salto, tras haber acabado con la autoridad local y tras tener la ciudad en sus manos, el movimiento no debía quedar circunscrito únicamente a Kiel, si no la ciudad se convertiría en una trampa. En estas circunstancias sólo les quedaba la huida hacia delante: debían salir de la ciudad y propagar el movimiento, si no su triunfo sería tan suicida como lo había sido una semana antes el triunfo de los amotinados en Shillig-Reede, centenares de los cuales aún seguían en prisión en Wilhelmshaven y en Brunsbüttel. Debían liberarlos, y en todas partes debía suceder lo mismo que había sucedido en Kiel; de lo contrario, estarían perdidos. De la misma forma que del amotinamiento se había llegado a la revuelta, de la revuelta debía surgir ahora la revolución: es decir, los rebeldes, tal y como había ocurrido en Kiel, debían hacerse con el poder en todos los rincones del país si no querían ser acorralados, derrotados y castigados brutalmente en Kiel. Debían dispersarse y extender la revolución por todo el país. Y lo consiguieron con un éxito tan rotundo que ni ellos mismos hubieran imaginado jamás.
Por dondequiera que pasaran los marineros se les unían los soldados de las guarniciones y los trabajadores de las fábricas, como si les hubieran estado esperando; prácticamente en ningún lugar encontraron una firme resistencia; por todas partes, el orden vigente se desmoronaba como un castillo de naipes. El 5 de noviembre, la revolución había llegado hasta Lübeck y Brunsbüttelkoog; el 6, hasta Hamburgo, Bremen y Wilhelmshaven; el 7, hasta Hannover, Oldenburg y Colonia; el 8, tenía bajo su control a todas las grandes ciudades del oeste de Amelia, además de Leipzig y Magdeburgo, al este del Elba. A partir del tercer día, la revolución ya no necesitó del impulso de los marineros; como si se tratase de un incendio forestal, ahora la revolución se abría paso por sí misma. Por todas partes, como por acuerdo tácito, sucedía lo mismo: los soldados de las guarniciones elegían sus consejos de soldados, los obreros escogían sus consejos de trabajadores, las autoridades militares capitulaban, se entregaban o huían, y las autoridades civiles, atemorizadas e intimidadas, reconocían tímidamente la nueva soberanía de los consejos de trabajadores y soldados. El mismo espectáculo se repetía por doquier: se veían por todas partes concentraciones de personas por las calles, grandes asambleas populares en las plazas de los mercados, por todas partes se veían escenas de hermanamiento entre marineros, soldados y civiles extenuados. En todas partes se trataban en primer lugar de liberar a los presos políticos; después de las prisiones, ocupaban los ayuntamientos, las estaciones, las comandancias militares, e incluso a veces las redacciones de los periódicos. La elección de los consejos de trabajadores y soldados no puede compararse naturalmente con unas elecciones normales en tiempos de paz. En los cuarteles, los compañeros nombraban a menudo a los soldados más admirados o a los más destacados. La elección de los consejos de trabajadores sólo se celebrebaba en las fábricas, y cuando se hacía, que era en contadas ocasiones, se desarrollaba de un modo muy similar; habitualmente "el consejo de trabajadores" estaba formado por miembros de los comités ejecutivos locales de los dos partidos socialistas (el SPD y los Independientes) y se confirmaba dicha elección, mediante aclamación, en grandes concentraciones, con frecuencia a cielo descubierto y en las plazas centrales de las poblaciones. LA mayoría de las veces los consejos de trabajadores estaban integrados paritariamente por miembros de ambos partidos; la voluntad de las masas apuntaba claramente a la reunificación de los dos partidos hermanos enemistados, que se habían separado durante la guerra. La opinión general e indiscutible era que juntos debían constituir el nuevo gobierno de la revolución.
Hubo poca resistencia, violencia y derramamiento de sangre. La sensación que caracterizó estos primeros días de la revolución fue de perplejidad: perplejidad de las autoridades ante su repentina e inesperada pérdida de poder, perplejidad de los revolucionarios ante su repentino e inesperado poder. Ambos bandos actuaban como si de un sueño se tratara. Para unos era una pesadilla, para los otros era uno de esos sueños en los que de pronto uno es capaz de volar. La revolución fue bondadosa: no hubo ni linchamientos ni tribunales revolucionarios. Muchos presos políticos fueron liberados, pero no se arrestó a nadie. En contadas ocasiones se apaleó a algún oficial o a algún suboficial especialmente odiados. A la gente le bastaba con arrancar los galones y las medallas a los oficiales; formaba parte del ritual revolucionario tanto como izar la bandera roja. Muchos de los afectados, sin embargo, lo vieron como una ofensa mortal. A las masas victoriosas de poco les sirve actuar con bondad; los señores vencidos no les perdonan la victoria.
Son precisamente los señores vencidos entonces los que más tarde esribirían la historia de la Revolución alemana de noviembre, y por ello no es sorprendente que en los libros de historia se encuentren pocas palabras amables para con los acontecimientos que tuvieron lugar durante la semana del 4 al 10 de noviembre de º1918. Ni siquiera le concedieron el honroso nombre de "Revolución"; sólo se quiso ver desorden, derrumbamiento, amotinamiento, traición, arbitrariedad de la plebe y caos. Pero lo que ocurrió esa semana fue, en realidad, una auténtica revolución. Lo que sucedió el 30 de octubre en Wilhelmshaven había sido tan sólo un motín, una insubordinación frente a la autoridad, sin ningún tipo de plan o de pretensión real de derrocarla. Los hechos de Kiel del 4 de noviembre fueron más allá, se trató de un levantamiento en el que los marineros derribaron a la autoridad, aunque sin tener la menor idea de qué pondrían en su lugar. PEro lo que se desarrolló entre el 4 y el 10 de noviembre en la Alemania al oeste del Elba sí fue una auténtica revolución, el derrocamiento de la antigua autoridad y su sustitución por una nueva.
Durante el transcurso de esa semana, la Alemania occidental pasó de una dictadura militar a una república de los consejos. Las masas que se levantaron no desencadenaron el caos, sino que establecieron por doquier los elementos toscos y rudimentarios, aunque claramente reconocibles, de un nuevo orden. Lo que se eliminó fueron las comandancias militares, la administración suprema militar, que durante toda la guerra habían gobernado las ciudades y los distritos alemanes bajo ley marcial. En su lugar se estableció la nueva autoridad revolucionaria de los consejos de trabajadores y soldados. Las instituciones administrativas civiles mantuvieron su actividad y siguieron funcionando bajo supervisión y el mando de los consejos, tal y como habían hecho durante la guerra con los militares. La revolución no se entrometió en cuestiones de propiedad privada. También fueron apartados de sus cargos los príncipes en cuyo nombre gobernaban las instituciones militares. En el seno del ejército la autoridad fue reemplazada por la de los consejos de soldados. La revolución no fue ni socialista ni comunista. Era -de forma natural y sin formularse explícitamente- republicana y pacifista; y sabido por todos y ante tod, era una revolución antimilitarista. Mediante la implantación de los consejos de trabajadores y soldados abolía y sustituía la potestad disciplinaria del cuerpo de oficiales en el ejército y en la marina y el poder ejecutivo dictatorial en las instituciones militares, vigente en el país desde 1914.


Las masas que había establecido los nuevos órganos de dirección y de gobierno formados por los consejos de trabajadores y soldados no eran ni espartaquistas ni bolcheviques, eran socialdemócratas. Los espartaquistas, los precursores del posterior Partido Comunista, no aportaron ningún dirigente a la cabeza de la revolución, ni siquiera un "cabecilla de segunda fila". A la mayoría de ellos, la revolución los sacó de las cárceles. Rosa Luxemburg, por ejemplo, vivió toda esa semana, temblando de impaciencia, en la prisión municipal de Breslau y fue liberada el 9 de noviembre tras largos años de prisión; y Karl Liebknecht, que había salido del presidio el 23 de octubre, se quedó en Berlín y desde allí se enteró, únicamente a través de los periódicos, de lo que se desarrollaba en el Reich durante la semana de la Revolución.
El ejemplo ruso quizá jugó indirectamente un papel crucial, pero no hubo ningún enviado ruso controlando el curso de los acontecimientos. Esta revolución no tuvo, excepto en Munich, ni dirigentes ni organización alguna, ni estado mayor ni plan de operaciones. Se llevó a cabo gracias al movimiento espontáneo de las masas, de los trabajadores y de los soldados. Ahí residía su debilidad -que enseguida se manifestaría-, pero también ahí residía su gloria.
Pero esta semana revolucionaria tuvo también sus momentos de gloria, se opine lo que se opine sobre los objetivos de los insurgentes. Quedaron de manifiesto notables cualidades: valentía, capacidad de decisión, espíritu de sacrificio, unanimidad, empuje, entusiasmo, iniciativa, inspiración, y confianza en el destino. Los ingredientes de la gloria revolucionaria. Y todo ello con masas sin liderazgo, ¡y para colmo, masas alemanas! Siempre se repite que los alemanes son incapaces de hacer la revolución -ya conocemos las socarronas palabras de Lenin de que los revolucionarios alemanes serían incapaces de ocupar una estación si la ventanilla para sacar los billetes estuviese cerrada-, pero como mínimo es una afirmación cuestinable en lo que se refiere a esa semana de noviembre. Las masas alemanas ocuparon muchas estaciones y muchos otros edificios. En una ciudad tras otra, niles de personas arriesgaron no sólo su vida, sino que se atrevieron a dar el salto hacia lo desconocido, hacia lo que nunca se había probado, hacia la inmensidad, lo cual requería una valentía revolucionaria, mayor que la del soldado en el campo de batalla. La capacidad revolucionaria de las masas durante esa semana de noviembre puede comparase con la capacidad militar desarrollada durante los cuatro años de guerra anteriores, y no queda por debajo de la capacidad revolucionaria de las masas rusas durante la revolución de marzo de 1917. El impulso y el auge de esta semana impresionó incluso a la burguesía.
Rainer Maria Rilke, todo menos un revolucionario, más bien un esnob, le escribió a su mujer tras haber participado en Munich en una asamblea revolucionaria:

A pesar de estar todos sentados alrededor de las mesas de madera y entre ellas de modo que las camareras sólo podían abrirse paso entre la espesa estructura humana como si fueran carcomas, el ambiente no resultaba opresivo, ni siquiera para la respiración; el olor a cerveza, humo y gente no era desagradable, era apenas perceptible. Lo más importante era, y para todo el mundo estaba clarísimo, que se podían decir las cosas, que por fin había llegado su turno, y que tan pronto como empezaban a pronunciarse eran acogidas por la enorme multitud con ovaciones masivas. De pronto un trabajador joven y pálido se subió a la tarima y dijo simplemente: "Usted, usted o usted; vosotros, dijo, ¿habéis pedido el armisticio? Pues deberíamos pedirlo nosotros, no esos señores de allí arriba; hagámonos con una estación radiotelegráfica y digamos, las gentes sencillas a las gentes sencillas del otro lado, que pronto habrá paz". No lo reproduzco tan bien como fue expresado. De pronto, una vez hubo dicho eso, le asaltó una contrariedad, y con un ademán de emoción dirigido hacia Weber, Quidde y los demás profesores que se encontraban junto a él en el estrado, prosiguió: "Aquí, los señores profesores saben francés, nos ayudarán a que lo expliquemos bien, tal y como queremos". Tales momentos son maravillosos, y cómo los necesitábamos precisamente ahora en Alemania... No se puede por menos que admitir que los tiempos tienen toda la razón cuando buscan dar tan grandes pasos.


El fragmento de esta carta es un testimonio esencial, no únicamente porque capta la atmósfera de esta Revolución alemana con el fino sentir de un poeta, la curiosa mezcla de seriedad, valor y conmovedora torpeza, sino también porque describe con claridad, apesar de la inconsciencia del escritor, la actitud de la revolución frente al gobierno. Los revolucionarios de Munich, igual que diez días antes los amotinados de Schillig-Reede, no se levantaron contra el nuevo gobierno, sino bien al contrario, aspiraban a lo mismo que éste, creían que tenían que ayudarlo y echarle una mano; la paz no podía ser únicamente obrea de "los señores de allí arriba", las mismas masas querían verlo de este modo y hacer triunfar lo que, según su opinión, había puesto en marcha el nuevo gobierno y que parecía no poder asumir. La "revolución desde abajo" no pretendía apropiarse de la "revolución desde arriba", sino complementarla, estimularla, hacerla avanzar, en definitiva, hacerla realidad. No apuntaba contra el nuevo gobierno parlamentario del Reich, sino contra la dictadura militar que seguía funcionando como gobierno paralelo utilizando siempre el estado de guerra, la censura y la prisión preventiva. Con agudo instinto, las masas presintieron que este contro militar ponía tantas trabas a la revolución desde arriba como a la revolución desde abajo, que en realidad no aspiraba a la paz ni a la democracia, que en los más profundo de su alma estaba reñido y era irreconciliable con la revolución y que con todos sus instrumentos de poder, con sus insignias y sus símbolos, debía ser apartado del camino para dejar paso al nuevo orden, a la nueva democracia pacífica que todos podían ya casi ver ante sus ojos. Las masa socialdemócratas que así lo veían y que hacían la revolución creían estar totalmente de acuerdo con sus dirigentes. Su tragedia fue que se equivocaron.


Extraído del capítulo Revolución del libro de Sebastian Haffner La Revolución Alemana 1918-1919. Inédita ediciones 2005.

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