miércoles, 11 de febrero de 2009

La moral del trabajo en los filósofos antiguos. Paul Lafargue, 1880.



UNA EXPLICACIÓN CON LOS MORALISTAS
Nuestros moralistas son muy modestos. Si han inventado el dogma del trabajo, dudan de su eficacia para tranquilizar el alma, elevar la mente y mantener el buen funcionamiento de los riñones y de otros órganos; quieren hacer el experimento en las masas populares, in anima vili, antes de dirigirlo contra los capitalistas, cuyos vicios tienen la misión de explicar y autorizar.
Pero, ¿por qué, señores filósofos adocenados, atormentáis tanto vuestro cerebro para elucubrar una moral cuya práctica no osáis aconsejar a vuestros patronos? ¿Queréis ver condenado y escarnecido ese dogma del trabajo, por el cual os mostráis tan orgullosos? Consultad la historia de los pueblos antiguos y los escritos de sus filósofos y legisladores.
"Yo no podría afirmar -dice el padre de la Historia, Heródoto- que los griegos hayan recibido de los egipcios el desprecio al trabajo, por cuanto encuentro establecido el mismo desprecio entre los tracios, los escitas, los persas y los árabes; en una palabra, porque en la mayoría de los bárbaros, los que aprenden las artes mecánicas y también sus hijos, son considerados como los últimos de los ciudadanos... Todos los griegos han sido educados en este principio, particularmente los lacedemonios."
"En Atenas, los ciudadanos eran verdaderos nobles, que no debían ocuparse más que de la defensa y de la administración de la comunidad, como los guerreros salvajes de los cuales descendían. Debiendo tener todo su tiempo libre para velar con su fuerza intelectual y corporal por los intereses de la República, encargaban todo trabajo a los esclavos. Lo mismo sucedía en Lacedemonia, donde a las mujeres les estaba prohibido hilar y tejer, so pena de quedarse derogada su nobleza."
Los romanos sólo conocían dos oficios nobles y libres: la agricultura y las armas. Todos los ciudadanos vivían por derecho a expensas del tesoro, sin poder ser obligados a proveer su subsistencia con ninguna de las sordidae artes, como designaban ellos a los oficios, que estaban reservados únicamente para los esclavos. Cuando Bruto el antiguo quiso levantar al pueblo, acusó sobre todo a Tarquino el tirano de haber convertido a libres ciudadanos en artesanos y albañiles.
Los filósofos antiguos disputaban sobre el origen de las ideas, pero estaban de acuerdo cuando se trataba de aborrecer el trabajo. "La Naturaleza -escribe Platón en su utopía social, en su República modelo- no ha hecho al zapatero ni al herrero; tales ocupaciones degradan a los que las ejercen: viles mercenarios, miserables sin nombre, que son excluidos por su mismo estado de los derecho políticos. En cuanto a los negociantes, habituados a mentir y a engañar, serán tolerados en la ciudad como un mal necesario. El ciudadano que se degrada con los negocios comerciales debe ser castigado por este delito. Si está convicto, será condenado a un año de prisión, y la pena será doblada cada que reincida."
En su obra El económico, Jenofonte escribe: "Las personas que se dan a los trabajos manuales nunca son elevadas a cargos públicos, y con razón. Condenadoscasi siempre a estar sentados todo el día y a soportar, algunos, un fuego continuo, no pueden menos que tener el cuerpo alterado, y es bien difícil que el espíritu no se resienta."
"¿Qué puede salir de honorable de un negocio? -exclama Cicerón- ¿Y qué puede producir de honesto el comercio? Todo lo que se llama negocio es indigno de un hombre honrado... Los negociantes no pueden ganar sin mentir, y ¿qué hay más vergonzoso que la mentira? Por lo tanto, es necesario considerar como algo bajo y vil el oficio de todos los que venden sus fatigas o su industria; desde que uno se da al trabajo por la moneda, él mismo se vende y se pone al nivel de los esclavos".
Proletarios embrutecidos por el dogma del trabajo, ¿oís el lenguaje de estos filósofos, que se os oculta con un cuidado especial? Un ciudadano que da su trabajo por dinero se degrada al nivel de los esclavos; comete un delito que merece años de prisión.
La hipocresía piadosa y el utilitarismo capitalista no habían pervertido a estos filósofos de las repúblicas antiguas, quienes, discurriendo como hombres libres, decían ingenuamente su pensamiento. Platón y Aristóteles, estos pensadores gigantes, a quienes nuestros pensadores de moda, los Cousin, los Simno, etcétera, apenas les llegan al tobillo empinándose en las la punta de los pies, querían que los ciudadanos de sus repúblicas ideales viviesen en la mayor comodidad, ya que, como decía Jenofonte, "el trabajo ocupa todo el tiempo y no queda nada de él para la República y los amigos". Según Plutarco, el gran título de Licurgo, "el más sabio de los hombres", a la admiración de la posteridad era el haber concedido comodidades a los ciudadanos de la República, prohibiéndoles toda clase de oficio.
Pero -responderán los Bastiat, los Dupanloup y los Beulieu de la moral cristiano-capitalista- esos pensadores, esos filósofos preconizaban la esclavitud. Muy cierto, pero, ¿podía ser de otra manera, dadas las condiciones económicas y polìticas de su época? La guerra era el estado normal de las sociedades antiguas: el hombre libre debía consagrar su tiempo a discutir las leyes del Estado y a velar por su defensa. Los oficios eran entones demasiado primitivos y groseros para poder cumplir, ejercitándolos, con su propia misión de soldado y ciudadano. Para tener guerreros y ciudadanos, los filósofos y los legisladores antiguos tenían que admitir a los esclavos en sus repúblicas heroicas. Y los moralistas y economistas del capitalismo, ¿no preconizan la esclavitud moderna, el salariado? Y ¿a quiénes da comodidades la esclavitud capitalista? A los Rotchilds, a los Schneider, a las Mme. Boucicaut, inútiles y nocivos, esclavos de sus vicios y de sus domésticos.
"El prejuicio de la esclavitud dominaba el espíritu de Aristóteles y de Pitágoras", se ha escrito desdeñosamente, y, sin embargo, Aristóteles pensaba que "si todo instrumento pudiera ejecutar por sí solo su propia función, moviéndose por sí mismo, como las cabezas de Dédalo o los trípodes de Vulcano, que se dedicaban espontáneamente a su trabajo sagrado; si, por ejemplo, los husos de los tejedores tejieran por sí solos, ni elmaestro tendría necesidad de ayudantes, ni el patrono de esclavos".
El sueño de Aristóteles es nuestra realidad. Nuestras máquinas de hálito de fuego, de infatigables miembros de acero y de fecundidad maravillosa e inextinguible, cumplen dócilmente y por sí mismas su trabajo sagrado, y a pesar de esto, el espíritu de los grandes filósofos del capitalismo permanece dominado por el prejuicio del sistema salarial, la peor de las esclavitudes. Aún no han alcanzado a comprender que la máquina es la redentora de la Humanidad, la diosa que rescatará al hombre de las sordidae artes y del trabajo asalariado, la diosa que le dará comodidades y libertad.


Extraído del libro El derecho a la pereza de Paul Lafargue. Editorial Fundamentos 1998.

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