jueves, 29 de enero de 2009

"Al descubierto: Guerra de Iraq" dirigido por Robert Greenwald, 2004.

¿Cómo una administración en el gobierno es capaz de poner en funcionamiento toda su maquinaria militar para destruir un país? ¿Cómo una camarilla de políticos puede emprender un acontecimiento sanguinario con el beneplácito de periodistas y pobalción? ¿Cómo puede ser posible que ocurra todo esto mientras se habla de libertad, democracia y justicia?



miércoles, 28 de enero de 2009

DJ Loro

DJ Loro "20 segundos" de su disco Friends&Family 2008. Emeces del norte peninsular se juntan en este tema comandados por DJ Loro de Kódigo Norte. Representación berona.



lunes, 26 de enero de 2009

Las reglas del caos.

(Fragmento de la contribución de Santiago Alba Rico al libro de Ediciones del Oriente y del Mediterráneo ‘Iraq bajo ocupación: Destrucción de la identidad y la memoria)

Hay misteriosas proporciones estadísticas que, arbitrarias o no, iluminan conexiones dolorosas y hasta acusatorias. ¿Qué relación hay entre el uso de pesticidas sintéticos y la disminución de las colonias de abejas en EEUU? ¿Entre el nivel de estudios y la longevidad? ¿Entre el aumento de la obesidad occidental y el adelgazamiento del hielo polar? El 15 de febrero del año 2003, un mes antes de que las primeras bombas cayeran sobre Bagdad y (re)comenzara con ellas el cómputo de cadáveres, millones de personas en todo el mundo salieron a la calle a clamar su humanidad contra la invasión. No había muerto aún nadie y las plazas bullían ya de voces: 1 millón en Madrid, otro en Barcelona, otro en Londres y otro en Roma, cientos de miles en Nueva York, en Berlín, en Tokio, en Valencia, en París. Un año después, en el primer aniversario de la invasión, habían muerto en Iraq al menos 10.000 civiles —según un cálculo de Amnistía Internacional— y sólo 70.000 personas se manifestaron en Madrid, 150.000 en Barcelona, un poco más en Roma, 25.000 en Londres, 10.000 en Nueva York y París. Dos años después, en el segundo aniversario de la invasión, habían muerto al menos 100.000 iraquíes y, en virtud de esta enigmática relación proporcional, se manifestaron 45.000 personas en Londres, 12.000 en Roma, 3.000 en Barcelona. Tres años después, cuatro años después, cinco años después, a medida que el número de víctimas ha ido aumentando —a 600.000, a 700.000, a 800.000— el número de manifestantes en todo el mundo no ha dejado de disminuir. Hoy la cifra de muertos iraquíes ha superado el millón, tantos como madrileños vivos se reunieron en febrero del 2003 para tratar de impedir la invasión.


La perversión aritmética

Unos y otros han desaparecido. Dolorosa y hasta acusatoria conexión: se diría que la misma violencia que ha matado a un millón de iraquíes en cinco años ha descontado un millón de europeos de las calles de Madrid, Londres y París; cada muerto se ha llevado de la mano a un vivo; cada cadáver en Bagdad y Faluya ha dejado un hueco en Barcelona y Berlín. ¿Qué relación hay entre la multiplicación de los muertos y la desmovilización de los vivos? ¿Entre el aumento cuantitativo de las víctimas y la degradación cualitativa de los mirones? ¿Entre un niño menos y una indiferencia más? La conclusión de un extraterrestre podría ser ésta: los europeos se manifestaron a gritos en el año 2003 porque EEUU todavía no habían matado a nadie en Iraq; ahora que han matado ya a un millón, se han quedado tranquilos. Cuando maten a un millón más, se sentirán contentos. Y cuando maten a tres millones, volverán a salir a la calle, ahora a aplaudir la Ocupación.

Poco importa si esta conexión es manifiestamente absurda; lo que importa es que nos conecte (a algo, a alguien, en alguna parte); lo que importa es que nos obligue a preguntarnos por el poder de las grandes cifras. Según la organización estadounidense Opinion Research Business, en febrero de 2008 habrían muerto, como consecuencia de la ocupación, 1.033.239 iraquíes —y sólo los últimos nueve, tan concretos, son como un hachazo en la conciencia. Desde que somos niños, nuestros padres, nuestros profesores, nuestros gobiernos nos insisten en que la violencia es inútil, en que la violencia no sirve para nada, en que la violencia no reporta jamás ningún beneficio. Es cierto para las violencias pequeñas. El sentido común no acepta de buen grado que se viole a un niño, se apalee a una mujer o se acuchille a un anciano. Pero se pasa del escándalo a la resignación, cuando no a la fascinación, si se trata de 500.000 niños, 500.000 mujeres y 500.000 ancianos. Como las grandes deudas, las grandes violencias se suprimen a sí mismas, justifican su existencia a partir de sus propias condiciones de posibilidad, se legitiman en la acción misma de su despliegue: la propia cifra muestra la autoridad del criminal al mismo tiempo que la insignificancia de su víctima. El que mata a un millón de personas vale un millón de veces más que el que muere una sola vez en medio de esa gravilla a la que suma su cuerpo y que, por su propio exceso, sólo admite un registro estadístico. El gesto mismo de suprimir un conjunto ilumina la irrelevancia —y reemplazabilidad— de los individuos que forman parte de él.


Por muy banal que nos parezca, es necesario insistir en la contradicción esencial entre numerar y nombrar. De pronto, en medio de la noche, llaman a la puerta y una voz temblorosa nos dice en la obscuridad: “Han matado a Pedro”. Puede que luego descubramos con alivio que el mensajero se ha equivocado de dirección y que no conocemos a la víctima, pero este “han matado a Pedro” desencadena en nosotros, antes de cualquier reflexión, una sacudida de horror, un dolor penetrante muy abajo y muy en el centro, en los aledaños de nuestro propio nombre. Es que nos impresiona que un desconocido se llame Pedro.

De pronto, en medio de la noche, llaman a la puerta y una voz temblorosa nos revela: “Han matado a Ahmed”. Esto ya nos impresiona un poco menos porque Ahmed es precisamente un nombre desconocido o, si se quiere, el nombre de lo desconocido.

De pronto, en medio de la noche, llaman a la puerta y una voz temblorosa nos anuncia: “Han matado a cinco”. Esto nos impresiona aún menos, pues “cinco” no es más que una manera de representarnos los dedos de una mano.

En esta escala descendente, sin embargo, todavía podemos recibir una noticia que nos impresione aún menos, una información que nos rodea sin tocarnos, que nos deja siempre fuera, que no podemos coger ni con un nombre ni con una mano. De pronto, en medio de la noche, llaman a la puerta y una voz temblorosa nos informa: “Han matado a un millón”. ¡Un millón! Son tantos que nos hacen reír; son tantos que ya nos parecen pocos. Por encima de ciertas cifras, cuando se nos acaban los dedos (o el árbol genealógico o las letras del alfabeto) el número es sólo un vicio y no podemos parar de contar. Es el salto mental a la infinitud, ese desprendimiento místico de las cosas que encontramos por igual, bajo la forma de una perversión aritmética, en la voluntad económica de acumulación y en la voluntad deportiva del record (cuya unión subjetiva, por cierto, resume con mucha exactitud el motor psicológico del capitalismo). Nombrar tiene los límites del mundo; contar sólo los del número. El donjuanismo, por ejemplo, no es la pasión gozosa por las mujeres sino la manía agotadora de contarlas; la codicia no es la pasión acumulativa de adquirir riquezas sino la tentación imperativa de contar monedas; el militarismo, por su parte, no es la pasión criminal de matar enemigos sino el gusto morboso de contar los muertos. Lo que tienen en común estas tres perversiones aritméticas —el donjuanismo, la avaricia, el belicismo— es el desprecio místico por los otros y eso no tiene final, no acaba nunca, siempre quiere sumar un cero más. No se puede ir más allá del nombre; no se puede salir nunca del número, por el que rodamos pendiente abajo, sin encontrar satisfacción, de una cifra a otra mayor, en pequeños guarismos interminables siempre inferiores al infinito.


La paradoja de la “guerra humanitaria” —dicho sea de paso— es que ha inyectado el número en las venas del pacifismo, y ahora somos los buenos, los sensibles, los humanos, los que pedimos dosis cada vez mayores. “Nosotros no contamos a los muertos”, declaraba el general Franks tras los primeros bombardeos de Afganistán en el año 2001. No es que despreciase tanto a sus víctimas que no se molestase en contarlas; tampoco es que se jactase de que fuesen incontables; es que el “humanitarismo” de la misión obligaba a matar cuerpos y al mismo tiempo a ocultar su número. En otros tiempos, cuando la guerra era tan noble y romántica como ahora lo es el vegetarianismo, el soldado podía exhibir con orgullo las muescas marcadas en la culata de su fusil, y contarlas una y otra vez con el mismo embeleso con el que el enamorado cuenta los lunares en la espalda de su amada. Hoy, afortunadamente, ya no se pueden reivindicar el lebensraum o la raza, pero este progreso innegable, que no impide seguir matando, reprime en cambio la exhibición deportiva de los botines de guerra. La Historia de Tito Livio está llena de cifras increíbles de enemigos muertos a manos del ejército romano; hoy el recuento lo hacen organizaciones médicas y observatorios humanitarios contra el pudor culpable de los informes oficiales. La perversión aritmética del militarismo debe embridar su acucia contable y ocultar los cadáveres, lo que induce del otro lado —del de la verdad y la defensa de las víctimas— la exigencia de un recuento y, enseguida, la inevitable complacencia en la formidable capacidad asesina del ocupante. Mientras que los que matan son contenidos en su pasión aritmética por el “humanitarismo” políticamente correcto, los buenos, los sensibles, los humanos, acabamos cediendo, contra los asesinos, a la tentación vertiginosa de los números propia del militarismo.

El testigo extraterrestre de nuestras protestas en Occidente tendría quizás razón: los que aún salimos a la calle para clamar contra la guerra demandamos en realidad un muerto más, mil muertos más, cien mil muertos más; queremos cifras más altas que poder reprochar al imperialismo; nos complacemos en arrancar al criminal una verdad que ha arrancado del mundo a un millón de iraquíes. No nos basta ya un millón. Un millón son pocos. Un millón es una cifra pequeña, siempre por debajo de la maldad infinita del enemigo. Queremos otro y otro y otro, para desnudar su radical ignominia y reforzar nuestras razones contra él, sin comprender que —paradoja dentro de la paradoja— nuestro militarismo contable, a medida que asciende la escala de los números, atenúa sin querer la existencia de las víctimas y amortigua, por lo tanto, la fuerza de nuestra denuncia. La destrucción de Iraq destruye implacablemente también el espíritu de los buenos, los sensibles, los humanos: ya que no podemos derrotarlo, nos alegramos de que el imperialismo sea tan inhumano, y esta alegría, con su expresión contable siempre insatisfecha, acaba por imprimir al pacifismo occidental, a poco que nos descuidemos, el mismo desprecio místico por el otro que caracteriza al donjuanismo, a la codicia y al belicismo.


El nombre o la vida

Hay que huir, sí, de las cifras espectaculares lo mismo que de las imágenes espectaculares. El nombre es el ancla con que los cuerpos a la deriva se enganchan a la realidad. El número los desengancha de nuevo. Podemos afirmar simultáneamente los nombres de Ahmed y de Reduan, pero no podemos sumarlos sin negar lo más propio de cada uno de ellos: precisamente su nombre propio. El paso del nombre propio al nombre común, que es la condición del socialismo, es la condición también de toda contabilidad y, por eso mismo, de toda manipulación colectiva, para el bien y para el mal. Desde el comienzo de la invasión, EEUU ha matado en Iraq a un millón. Un millón, ¿de qué? ¿De hombres? No, pues no se mata tan fácilmente, no mueren de esa manera, en nidadas o a puñados, sino los animales inferiores, los insectos notablemente, moscas u hormigas, que pueden exterminarse de un pisotón. ¿De hayyis? Así es como el ingenio despectivo de los marines llama a los iraquíes, apelativo de una especie paralela caracterizada por sus extraños hábitos religiosos. ¿De perros o conejos? Quizás, a juzgar por la contratación por parte del Pentágono —informa en septiembre del 2007 el National Defense Magazine— de cazadores que incorporen la experiencia de las sabanas de África al entrenamiento de los soldados ocupantes. El paso del nombre propio al nombre común o, más exactamente, el uso del nombre propio como nombre común, a modo de operador clasificatorio, ha constituido siempre uno de los expedientes espontáneos del racismo: el colonialismo europeo dividió cómodamente el mundo árabe en “Fátimas” y “Mohamades” para no tener que reconocer ninguna individualidad a los nativos y confirmar así —pues respondían a la llamada— que en realidad no la tenían. De pronto, en medio de la noche, llaman a la puerta y una voz anuncia: “Han matado a una Fátima”, y la imaginamos —a la “fátima”— sin mucho entusiasmo, perseguida quizás por los tejados, colándose por una grieta de la cocina, arrinconada finalmente en una despensa. Y si la voz nos dijera: “Han matado a un millón de Fátimas”, la sensación que nos acometería de inmediato es la de que, en efecto, había demasiadas.

El paso de lo representable a lo contable se acomete también en Iraq a través de la homonimia criminalizadora. El nombre propio se convierte —a tal punto ha llegado la destrucción— en el signo individual de un pecado colectivo, en una mancha común de nacimiento que hay que borrar tachando el cuerpo que lo porta. En junio de 2006, en pleno paroxismo de los escuadrones de la muerte —cobertura sectaria de la guerra contra la resistencia—, cuando las calles de Bagdad amanecían cubiertas de cadáveres torturados, la sombra estremecedora de una “cacería de nombres” venía a replicar y prolongar el nihilismo de las grandes cifras.

“Una mañana —escribe el periodista Nir Rosen— se encontraron 14 cuerpos, todos con sus carnet de identidad en el bolsillo, todos llamados Omar. Omar es un nombre sunní. En Bagdad, en estos días, nadie corre más peligro que lo hombres llamados Omar. Otro día un grupo de cuerpos aparece con las manos plegadas sobre el vientre, la mano derecha sobre la izquierda, postura típica de la oración sunní. Es un mensaje. En estos días mucho sunníes están adquiriendo papeles falsos con nombres neutrales. Las milicias sunníes se toman la revancha, paran los autobuses y piden los carnés de identidad a los pasajeros. Los que pertenecen a la religión shií son ejecutados.” [1]
La guerra contra los hombres es inseparable de la guerra contra los nombres: hacer desaparecer los cuerpos y hacer desaparecer, al mismo tiempo, las letras de Omar, de Ozman, de Abu Bakr, de Aicha y —del otro lado— de Husein, de Abdul Zahara, de Fátima, de Zohra. De pronto, en medio de la noche, llaman a la puerta y Omar oye una voz temblorosa que le anuncia desde el zaguán: “Han matado tu nombre”. El desprecio aritmético desde el aire va acompañado en Iraq de esta presión brutal a ras de tierra cuyo efecto desconfigurador es el más radicalmente concebible: la autonegación. Es difícil imaginar una violencia más eficaz que ésta que obliga a un ser humano a arrancarse su propio nombre como si fuese un tumor maligno o un parásito mortal, a quitárselo de encima como quien se sacude un animal de presa o el fuego que ha prendido en la ropa. La destrucción de Iraq apunta a la raíz misma de la identidad, al lazo mismo donde se anudan la individualidad y la historia: los iraquíes ya no quieren llamarse por sus nombres, ya no quieren su propio nombre. La Ocupación los ha parado en la calle y les ha puesto un cuchillo en el cuello: el nombre o la vida. Pero sin nombre sólo queda precisamente la sombra llamada carne —la cosa más vulnerable del mundo— que cualquiera puede derribar sin escándalo y sin peligro.

[…]

Los beneficios de la violencia

La violencia es la cosa más útil del mundo. Si es lo suficientemente grande, ya lo hemos visto, no sólo destroza los cuerpos; abate también todas las objeciones y prejuicios pacifistas. El manual escolar estadounidense muestra a los niños occidentales toda la belleza de “machacar” a los iraquíes con misiles rocket y bombas smart y de “barrer” la resistencia con “tanques, artillería y helicópteros”. El “ataque más masivo de la historia” se justifica a sí mismo con todos sus resplandores, mientras que las trampas explosivas en las carreteras, tan primitivas y sombrías, no hacen tanto daño como para pensar que sirvan a un fin noble y democrático. Si los iraquíes abrigasen buenas intenciones, tendrían F-16. Las malas intenciones se arman siempre de cuchillos y pistolas, y las peores lanzan piedras.


Pero la violencia es útil además porque actualiza el mundo y esto en dos sentidos:

a) Obliga a empezar desde cero. La destrucción de Iraq es la destrucción de todos los depósitos materiales de la memoria: los cuerpos, sí, pero también las centrales eléctricas, las potabilizadoras, los hospitales, las bibliotecas, los museos, las escuelas, las universidades, incluso los archivos —denuncia Hamudi Jasem— de la televisión pública iraquí [2]. No es que no quede nada que recordar. Es que no queda nada con qué recordar. En medio de las ruinas, sobreviven apenas esos hombres “iletrados y rudos” de los que hablaba Platón —restos y efectos de la catástrofe— que constituyen en realidad los mejores aliados de un capitalismo siempre constituyente que vive al día y no puede permitirse nada ya completamente hecho. La guerra fabrica por igual muertos y neoliberales.

b) Obliga a empezar desde cero todos los días. En su absorbente inmediatez, la violencia borra —va borrando— los procesos de producción de los acontecimientos, los andamios comunes instalados en el pasado e impide, por ello mismo, pensar. Impone la más tajante sincronía, los hechos brutos por encima de cualquier análisis. Los pueblos del mundo quieren justicia y acaban resignándose a la paz; quieren paz y acaban resignándose a la seguridad. Según una encuesta, nueve de cada 10 iraquíes, cuando se levantan de la cama, lo que más temen es no llegar vivos a la noche. El obscurecimiento moral, político y democrático que acompaña a todo régimen permanente de terror se traduce en una especie de naturalización de la violencia que sólo beneficia a los violentos. Esta naturalización acusa particularmente a los occidentales, a los que la promueven por interés y a los que la aceptan por temor. Podemos acostumbrarnos a vivir en un país lluvioso y tener que salir siempre de casa con paraguas, pero no debemos acostumbrarnos a vivir en un mundo donde llueven misiles todos los días, donde existen Abu Ghraib, Guantánamo, la Patriot Act, la Ley de Comisiones Militares, la tortura, los secuestros de la CIA, las cárceles secretas.

En este contexto, hay algo no ya frívolo sino inmoral en la sumisión occidental a la actualidad de la violencia, que nos lleva a refugiarnos en la incomprensión o en la condena de cuanto acontece en Iraq, ese avispero de luchas fratricidas y sectarias donde la claridad cartesiana no podrá nunca penetrar. ¿Qué es lo que pasa? ¿Qué es lo que ha pasado? En medio de las ruinas, algunos iraquíes conservan la dignidad intelectual que falta en nuestros periódicos y en nuestros supermercados. Bajo el nombre de Leyla Anwar (noche de las flores o de las luces), una mujer extraordinaria, sensible e implacable, casi siempre cabreada, casi siempre desesperada, siempre acusatoria, siempre dolorosamente lírica, lleva ya algunos años redactando y difundiendo crónicas diarias desde el corazón negro de Bagdad. El 27 de diciembre del año 2007 publicó en su blog un texto titulado El show continua, tan sensato que resulta extravagante, tan simple que complica nuestra simpleza, tan comprensible que no podemos sentirnos inocentes. En él, Leyla explica en pocas palabras qué pasa y qué ha pasado en Iraq. Todos olvidan —dice— lo más evidente, aquello que se puede claramente percibir a condición de no haber estudiado sociología o de no dedicarse a la política. Creo que vale la pena citarlo por extenso:

“A saber:

— en ausencia de un Estado representativo funcional,

— tras el desmembramiento de todas las instituciones civiles y políticas,

— tras cinco años de violencia condensada y concentrada que ha DESTRUIDO totalmente el país,

— con un éxodo masivo y una tasa de mortalidad inmensa,

— con una creciente, debilitadora y provocada pobreza, y una tasa de desempleo de alrededor de un 70%, y alrededor de un 50% de la población que no puede permitirse comprar alimentos,

— con 100.000 iraquíes en las cárceles y un número incontrolable de desaparecidos,

— con la total destrucción de todo el sistema de infraestructuras: destrucción DELIBERADA.

— cuando no se dispone de servicios básicos como agua, electricidad y fuel,

— cuando los hospitales no están operativos, cuando las universidades han sido saqueadas y cerradas, cuando la corrupción es contagiosamente rampante…

Con todo lo anterior, no es posible, sencillamente, hablar de ESTADO FALLIDO, lo que tienen que decidirse a abordar es el problema verdadero: NO EXISTE UN ESTADO en un país que ya no tiene fronteras ni estructuras.

No cabe duda de que esos 600.000 estadounidenses y sus contratistas y escuadrones de la muerte no vinieron de vacaciones. Tenían una misión… Y esa misión era exactamente la que les acabo de enumerar anteriormente: DESTRUIRLO TODO.

Así pues, cuando se han creado, provocado y agrupado todas las condiciones, se llega a una reacción socio-política obvia.

Cuando el estado se desintegra o se destruye salvajemente, la gente se vuelve hacia la religión y sus sectas, sus barrios o sus tribus. Es decir, se agarran a algún punto de referencia, de las anclas que mejor conocen y en las que pueden confiar.

Se llama SUPERVIVENCIA. Y los iraquíes no están haciendo otra cosa que SOBREVIVIR.” [3]

En ausencia de un Estado, cuando se ha asesinado, expulsado o encarcelado a todos los que defienden un proyecto nacional soberano, ¿quiénes gobiernan Iraq? Violentas minorías organizadas, frente a una mayoría desorganizada que nutre gota a gota la legítima resistencia mientras trata de sobrevivir a ras de suelo.


Cuando hablo de “violentas minorías organizadas” no estoy pensando en los grupúsculos de Al-Qaeda o en las distintas milicias ligadas a los partidos y al gobierno shií; estoy pensando también en ellos en la medida en que, por su funcionamiento interno y sus procedimientos de intervención, imitan a ésas otras más poderosas y más globales que administran el planeta y de las que el gobierno y el ejército de EEUU no son más que —respectivamente— su brazo político y su brazo armado. Es curioso que cuando hablamos de “violentas minorías organizadas” pensemos en la mafia calabresa y no en Monsanto; pensemos en la Yihad y no en la casa Coca-Cola; pensemos en los talibán y no en Exxon. ¿La violencia es inútil? ¿No sirve para nada? Si 61 empresas británicas se habían embolsado en los tres primeros años de Ocupación 1.594 millones de euros, sólo en el año 2006 las compañías estadounidenses habían obtenido beneficios de hasta 25.000 millones de dólares, más del doble que en 2004. A la cabeza de todas ellas se encuentra Kellogg Brown Root (KBR), subsidiaria de la petrolera Halliburton, a la que se concedieron contratos por valor de 16.000 millones de dólares. Las cifras altas producen bajas. Cada ciudadano estadounidense paga todos los años de su bolsillo 64 dólares a Halliburton para que mate a 1.033.239 iraquíes. O si se prefiere: cada uno de los iraquíes muertos ha dejado en herencia 16.000 dólares a Halliburton. No se puede matar a mucha gente —¡ay!— sin ganar dinero. La ausencia total de Estado —lo que Naomi Klein llama “capitalismo del desastre”, lubricado en Iraq por la “Operación Adam Smith”— asegura el cumplimiento de esta proporción de hierro: a medida que disminuye el número de vivos, de sanos, de madres, de hermanos, de estudiantes, aumenta la cotización de cien empresas. La violencia no sólo genera violencia. Hay algunos a los que la muerte de Ahmed y Talib y Waad y Raad y Siham y Hamda y Ramda y Hamza y Feisal, al contrario que a nosotros, no les deja indiferentes.

Notas:

1. En: http://bostonreview.net/BR31.6/rosen.php. Niser Rosen es un periodista nacido en Nueva York y que ha trabajado en Iraq sobre el terreno durante más de un año. En castellano, puede leerse la entrevista que le hizo Eric Ruder publicada por IraqSolidaridad: http://www.nodo50.org/iraq/2006/docs/ocup_21-12-06.html.

2. El número de junio de 2007 de la revista Minerva (Círculo de Bellas Artes, Madrid) recogió los testimonios de diferentes directores de cine de Oriente Próximo. Particularmente interesante es la intervención de Hamudi Jasem, ex presidente de la Unión de Cineastas Iraquíes y profesor de la Escuela de Cine de Bagdad. Es ahí donde revela la destrucción de todos los archivos audiovisuales de la televisión pública iraquí: “ Si queremos rodar una película sobre el Iraq de los últimos años tendremos que empezar de cero. Es una catástrofe ”.

3. En inglés: http://arabwomanblues.blogspot.com/2007/12/and-show-goes-on.html; en castellano: http://www.rebelion.org/noticia.php?id=61140.


Artículo de Santiago Alba Rico extraído de Rebelion.

JUSTICE

Justice "stress". Los drugos siembran terror. Impresionante vídeo.



domingo, 25 de enero de 2009

Makiza

Makiza "La rosa de los vientos". De Chile, el grupo de Hip Hop cantado en castellano más interesante que he escuchado últimamente. El disco al que pertenece el vídeo se titula Aerolíneas Makiza y es del año 1999.



sábado, 24 de enero de 2009

Los perros castigan. Sábado 17 de enero en la manifestación contra el TAV de Urbina.

Vídeo de los sucesos en Urbina montado por Eguzki Bideoak.



Crónica de la manifestación de Urbina
La marcha a las obras comenzó con media hora de retraso sobre lo previsto debido a los controles que había instalado la Guardia Civil en los accesos al pueblo. Así pues, partiendo a las doce y media, caminamos durante algo más de media hora por el recorrido del bidegorri hasta llegar a un terreno particular en el que se celebró el acto público en que se exigió por enésima vez la paralización de las obras del TAV. No dejaba de llegar gente en todo momento, por lo que algunos calculamos que la afluencia de manifestantes podría cifrarse entre 3 y 5.000. Una vez concluida la lectura del comunicado, cientos de personas tratamos de entrar en las obras del TAV, que quedaban a nuestra derecha, al otro lado de un campo abierto. La policía autonómica española no esperaba nada parecido. Sus efectivos estaban concentrados en algunos puntos del recorrido de la manifestación que pasaban junto a las obras, o en el túnel que las cruza por debajo, pero en todo caso no en el lugar por el que tratamos de entrar. Así que decenas de personas, o incluso quizá un centenar, pudieron subir al terraplén de lo que en el futuro quizá llegue a ser la vía del TAV. La primera carga no tardó, primero con salvas de los peloteros y luego con porrazos, incluyendo un amago de atropello con un todoterreno blanco lleno de beltzas que salieron a aporrear con furia a los manifestantes que se habían sentado en el suelo para resistir mejor la carga. Nos retiramos enseguida del terraplén pero volvimos a subir unos metros más adelante, no muy lejos de un viaducto de hormigón. Entre tanto, un beltza empezó a arrojar las primeras piedras del día: por la espalda, a algunos de los manifestantes que huían de la carga policial. El segundo intento de hacer una sentada en la línea del TAV duró menos que el anterior. Esta vez los ertzainas dispararon pelotazos desde el primer instante y cubrieron a intervalos de varias decenas de metros el terraplénen casi toda su longitud. Sin embargo, no consiguieron impedir que un grupo reducido se encaramase al viaducto y plantase una bandera anti-TAV. A partir de ahí, los disparos de pelotas contra los cientos de manifestantes que habían invadido el terreno afectado por el TAV fueron constantes, por lo que no les quedó más remedio que resistir al pie del terraplén. Algunos respondieron con piedras a la brutalidad policial, pero era imposible alcanzarles debido al desnivel del terreno. No había enfrentamiento posible: la policía había ganado la posición y utilizaba su armamento con profusión. Dos de los activistas que habían aguantado arriba fueron detenidos, después de llevarse una paliza bastante severa. Abajo tratábamos de buscar un punto por el que llegar a la vía, pero no fue posible. Por lo tanto, después de casi una hora de esquivar pelotazos, mientras iban retirándose hacia Urbina cientos de manifestantes, ya cansados, y al ver que llegaban más refuerzos policiales, decidimos marcharnos. En ese momento la policía intensificó aún más los disparos para despejar el terreno e iniciar así una carga que no se limitó a expulsar a los últimos ocupantes, sino que siguió hasta Urbina, obligando a miles de personas a correr atropelladamente. Acababa de empezar una de las mayores salvajadas de la policía vascongada, pero tardaríamos en descubrir el alcance del horror. Comenzó con pelotazos a bocajarro con los rezagados de la manifestación, a los que obligaban acorrer a golpes. Pero lo peor llegó en el cuello de botella que es el túnel que pasa bajo la vía del TAV. En ese estrechamiento, la policía autonómica española hizo un pasillo y detuvo a varias personas, para lo que tuvo que repartir porrazos a diestro y siniestro, dado que se agolpaban cientos de manifestantes en un espacio muy pequeño. En semejante lugar, los pelotazos de las bocachas sonaban de forma aterradora. Formaron un corredor estrechísimo por el que tuvimos que pasar con la cabeza agachada mientras nos tapábamos como podíamos de los porrazos y las pelotas. Todo ello acompañado, desde el primer momento, de provocaciones chulescas e insultos. Una vez llegados a Urbina, pudimos comprobar que la cantidad de personas heridas era muy elevada. Había hematomas circulares típicos de pelotazos a muy poca distancia (dos, tres metros), porrazos en cabezas y rostros, oímos testimonios de apaleamientos en el suelo, muchísimo miedo… Mientras comentábamos lo que había sucedido, y algunas ambulancias atendían a los heridos, la policía tomaba los accesos a Urbina y los aparcamiento de la gasolinera del pueblo y del concejo vecino de Goiain, donde estaba la mayoría de coches y autobuses. Allí hubo más detenciones, y al parecer obligaron a decenas de personas a ponerse contra la pared para identificarlas. En cuanto a los que permanecimos en la plaza del pueblo, los beltzas nos rodearon y la mayoría nos resguardamos en la bolera, que es el espacio social de referencia en Urbina. Desde allí pudimos ver cómo detenían a Imanol, en este caso por resistir pacíficamente a la ocupación policial. A continuación, el mando del operativo llamó a una ventana opuesta a la puerta (que habíamos cerrado previamente) y habló con las dos o tres personas que estábamos más cerca. Nos exigió que permitiéramos pasar a la tropa uniformada, a lo que nos negamos. Cuando les dije que no podían entrar sin orden judicial, un beltza me contestó: “Tenemos lascapuchas. Con eso nos basta”. Todo esto, evidentemente, produjo una sensación de angustia formidable en el centenar que estaba allí encerrado. Entonces, el mando aprovechó nuestra indecisión y entró en la bolera por la ventana, y desde allí abrió la puerta a sus compañeros. Una vez dentro, sacaron a dedo a cuatro o cinco personas (“Tú, sal fuera. Y tú también. Y tú”,etc.). Como les reproché que no tenían derecho a hacer eso, a mí también me obligaron a salir. El mando no pudo contener su humor barriobajero y me llamó hijo de puta con un chiste sin gracia (“Preguntadle a ése a ver si sabe cómo se llama su padre”). A los cinco que estábamos fuera nos hicieron vaciar los bolsillos, pero estaba claro que aquello no era una búsqueda rigurosa de alguien en concreto ni nada parecido. Ni siquiera nos registraron. Las cosas se tensaron un poco cuando le dieron varios tortazos a un muchacho de un pueblo vizcaino, y otro paisano suyo y yo les recriminamos su conducta. Uno de los dos beltzas que nos custodiaban se nos plantó delante y nos amenazó: “No estamos en comisaría, así que podemos tirarle de las orejas a quien queramos. Si me apetece, os arranco la cabeza aquí mismo. A los dos”. Nos preguntaron si habíamos pasado alguna vez antes por comisaría, y yo fui el único en contestar que sí, que había cumplido condena por insumisión. Más tarde, cuando estaban devolviendo los carnets de identidad, oí que el mando dabala orden de dejar marchar a los cinco o seis que estábamos fuera “menos al que había estado detenido antes”, o sea, yo. Cuando ya me había quedado solo, me rodearon los cuatro beltzas y el mandó me preguntó: “Aparte de hacer el tonto, ¿alguna de las denuncias que tienes es por delincuencia común?”. Contesté que no. “¿Y por chulo?”. “No, por chulo no”.“¿Seguro?” “Seguro”. Entonces me arreó un tortazos con la derecha y me aleccionó: “La próxima que la policía te ordene algo, obedeces”. Se refería a la puerta de la bolera que yo me había negado a abrir, claro. “Y ahora márchate al monte, que lo tienes para ti solito”. Al bajar del pueblo pude ver cómo detenían a Aitor a las afueras, lejos de donde estaba casi todo el mundo. Nunca había visto tanta bestialidad. He intentado contarlo todo deprisa pero sin entrar en detalles morbosos, dejando a un lado casi todo lo queme contaron otros (los detenidos en las ambulancias, las palizas a gente caída, los insultos de macarra de barrio). Por lo que he visto, las intimidaciones y golpes que sufrí yo o los que estuvieron cerca de mí no fueron excepcionales. Me gustaría que la denuncia antirrepresiva no nos impida centrar nuestra crítica en lo fundamental, el TAV. Creo que lo del sábado se les fue un poco de las manos, pero que no es sorprendente, porque al Estado no le quedan argumentos para defender la infraestructura, pero nunca le faltará la fuerza.

jueves, 22 de enero de 2009

La batalla de Barcelona, del 18 al 20 de julio de 1936.

¡No se puede con el ejército!
Lo recordaría siempre. Eran dos jóvenes obreros de Reus, acorralados por un pelotón de soldados a caballo. Hicieron fuego repelidas veces. Después se deshicieron de sus armas y uno le dijo al otro: «¡No se puede con el ejército!» Fue en 1909, una revolución perdida.
No sería fácil de olvidar. Esta vez ocurrió en Barcelona. En el sitio en que, años después, cayeron asesinados Seguí y Paronas. En el cruce de las calles de la Cadena y de San Rafael se levantaba una endeble barricada. Nadie la defendía, porque era batida por un cañón de tiro rápido. Inopinadamente, un obrero disparó su revólver en dirección de los artilleros y salió corriendo, se deshizo del arma y desapareció. «¡No se puede con el ejército! Fue en 1917, otra revolución perdida.
El ejército, ése era el problema. No debía atacarse al ejército en esporádicos gestos de apariencia revolucionaria, con obreros desorganizados, disparando sus revólveres en un ir y venir, para terminar desapareciendo en busca de la impunidad. Era necesario preparar a los trabajadores por y para la revolución. Algún día podrían enfrentar tácticas superiores a las tácticas de los militares en aquellas mismas calles barcelonesas.


Cuando los militares empezaron la preparación de su golpe de Estado, en el Comité de defensa confederal de Barcelona les llevábamos una ventaja de casi un año y medio en el estudio de los planes para contrarrestar la sublevación militar. El Comité de defensa confederal existía desde los primeros días de la República. Los Cuadros de Defensa confederal también. Pero nuestro aparato combatiente se preparaba para luchas revolucionarias en las que nosotros tendríamos la iniciativa. Al darnos cuenta de cuáles serían las consecuencias del triunfo electoral de las izquierdas, tuvimos que revisar nuestras concepciones de lucha. De ser nosotros los atacantes a una sociedad desprevenida, a pasar a ser organización en defensa propia, frente a un ejército que disponía de la iniciativa, mediaba una larga distancia. Se imponía realizar una valoración lo más cabal posible del emplazamiento de los cuarteles de la guarnición de Barcelona, del número de tropas en disposición de combate, de las vías de acceso de las tropas, de los centros estratégicos susceptibles de ser tomados por los sublevados, de los medios de comunicación entre el ejército en la calle y sus centros de mando.
Faltaba decidir un plan, susceptible de darnos la victoria, flexible y precavido. Los cuarteles de Barcelona eran fortalezas de reciente construcción en su mayor parte. No debíamos atacarlos, porque en ellos gastaríamos las escasas municiones de que disponíamos. Había que dejar salir las tropas a la calle y, ya lejos de sus cuarteles, atacarlas por la espalda, sin prisas, intermitentemente, para que fuesen ellas las que agotasen las municiones y les resultase difícil regresar a sus bases para reponerse.
Hacer de las Ramblas el punto clave de nuestras operaciones, pero dominando las vías de comunicación que desde las barriadas confluían al Puerto, donde debíamos hacernos fuertes, para impedir ser arrinconados en las barriadas obreras, donde la dispersión sería nuestro peor enemigo. No acudir a la declaración de huelga general, tanto para no alarmar al enemigo y que no saliese a la calle, como para no impedir que los obreros estuviesen en la calle: las huelgas generales solamente sirven para amedrentar, empezando por los propios obreros, y para crear alarma. Preparar concienzudamente a todos los rogonistas de las fábricas para que, al mandato de nuestros Comités de Defensa de las Barriadas, pusiesen en funcionamiento las sirenas ininterrumpidamente, creando condiciones sicológicas óptimas para la lucha; sembrando el pánico entre los soldados y el entusiasmo entre los obreros. Aislar completamente a las tropas sublevadas, cortándoles las comunicaciones a pie, motorizadas y telefónicas, dándoles desde la Telefónica falsas noticias sobre la marcha de la lucha en la ciudad. Concentrar la máxima cantidad posible de combatientes nuestros desarmados en torno al cuartel de San Andrés, por tener adjunta la Maestranza, depósito de más de 20 000 fusiles y de treinta millones de cartuchos de fusil. Dar órdenes a nuestros grupos dentro de la base aérea del Prat de bombardear desde el primer momento el cuartel de San Andrés, para que pudiese ser asaltado por nuestros compañeros. Y que ellos, una vez tomado el cuartel, enviasen automóviles cargados de fusiles y municiones a las Ramblas y que, por su cuenta, fuesen limpiando los focos de las dispersas unidades militares.


Nuestra preparación era superior a la simplona previsión de los militares que habían de sublevarse. Pensaban que todo sería como siempre: redoble de tambores, colocación en las paredes del bando declarando el estado de guerra y regresoa los cuarteles a dormir tranquilos. A lo sumo, como ocurrió con los escamots de Dencás y Badía en octubre de 1934, con algunos tiros, muchas corridas, y a casita. Porque, ¿quién iba a poder con el ejército? ¿No se vio en Asturias la derrota que infligieron a los mineros, a pesar de lo armados que estaban?... Sin embargo, en julio de 1936, la operación fue bastante rápida, aunque la lucha durara 30 horas en las calles de Barcelona. Cuando los miembros del Comité de Defensa confederal en pleno, sin faltar ninguno —Ascaso, Jover, Durruti, Aurelio, Sanz, Ortiz, «Valencia» y yo— íbamos a subir en los dos camiones que los cuadros de Defensa de la barriada de Pueblo Nuevo habían requisado en las fábricas textiles y ya se oía el aullido de las sirenas de las fábricas y de los barcos, se nos presentó un personaje inesperado, delgado, pequeño, pálido, desgreñado, armado de un Winchester:
—Soy Estivill. Dejadme ir con vosotros.
—¿Estivill? ¿No eres comunista? ¿Es que no salen a combatir los comunistas, que quieres venir con nosotros?
—Sí y no. Soy y no soy comunista. No sé si los comunistas saldrán a combatir. Pero ellos son cuatro gatos y lo más probable es que quieran reservarse para después.
-Anda, pues. Sube.
Por la calle Pedro IV, el Arco del Triunfo, la Ronda de San Pedro, Plaza Urquinaona, Vía Layetana, fusiles en alto, banderas rojinegras desplegadas y vivas a la revolución, llegamos al edificio del Comité regional de la CNT, en la calle Mercaders, frente al caserón de la Dirección general de Orden público, con sus guardias de Asalto aglomerados en la puerta y la acera. Estivill, sin despedirse de nosotros, se fue hacia los guardias y ya no regresó. Era un caso, un personaje ridículo y raro. Por lo visto se trataba de un sujeto todo a medias, de educación, de tamaño y de comunista. ¿Qué era ese Estivill? A lo mejor nos estuvo espiando en Pueblo Nuevo, aprovechó nuestro transporte y ahora iba a dar parte a Escofet, el comisario de Orden público.
En el edificio del Comité regional, a aquella hora, se encontraban solamente grupos de compañeros de los Cuadros de defensa de la barriada y su Comité, más algunos compañeros del ramo de Construcción, encargados de la vigilancia de su sindicato. Pero ningún miembro del Comité regional, empezando por su secretario, Marianet.
Por dicho motivo, no nos entretuvimos y, después de inquirir noticias de la situación de la barriada y sus contornos, nos dirigimos unos a pie y otros en camión, en cuya parte trasera había emplazada una ametralladora «Hotchkiss» que sería manejada por Sanz y Aurelio. Companys, refugiado desde las primeras horas del día en la Dirección general de Orden público, rodeado del capitán Escofet, del comandante Guarner, del capitán Guarner y del teniente coronel Herrando y no menos de un centenar de guardias de Asalto, no parecía muy animado a salir a la calle a pegar tiros. Como en octubre, se reservaba para la radio y para enterarse de cómo se hacían matar los demás y, en todo caso, también como en octubre, para rendirse.
En la calle Fernando, no serían todavía las siete de la mañana del día 19 de julio, un grupo de obreros acababa de asaltar una armería, en la que solamente encontraron escopetas de caza. Joaquín Cortés, conocido militante confederal, bastante reformista y signatario del manifiesto de los Treinta, estaba ensayando un puñado de cartuchos de caza en su escopeta de dos cañones. Se rió al vernos y no pude evitar decirle que, si en vez de ser «treintista» fuese «faísta», en vez de una escopeta de caza tendría un fusil ametrallador. Nos reímos todos. Cortés se incorporó a nuestra pequeña columna, en dirección a la plaza del Teatro, donde habíamos decidido fijar nuestro puesto de mando.


Ya en las Ramblas, se nos unieron los sargentos Manzana y Gordo, el cabo Soler y los soldados que iban con ellos, con sus fusiles y dos ametralladoras «Hotchkiss» que habían logrado sacar del destacamento a que pertenecían en la calle de Santa Madrona, después de haber sometido a los oficiales sublevados. Se había presentado una emergencia que podía llegar a ser grave para nuestros planes. Los militares, llegados por sorpresa al bajo Paralelo, desde la Brecha de San Pablo hasta el Puerto, se habían hecho dueños de aquella vía tan estratégica; habían batido a nuestros compañeros de los Cuadros de defensa, a quienes sorprendieron descendiendo de camiones rápidos de transporte militar totalmente cubiertos, a los que ya no pudieron desalojar, no obstante el gran número de bajas que registraban nuestros compañeros. Grave era la situación, porque desde el Paralelo, filtrándose por las estrechas calles de San Pablo, Unión, Mediodía y Carmen, podían llegar a cortar las Ramblas y salir a la Vía Layetana, desbaratando totalmente nuestros planes: nos irían arrinconando poco a poco hacia las barriadas extremas, donde no podríamos sostenernos por falta de cartuchería.
Mi resolución fue rápida. Le dije a Durruti que él, con Aurelio, Sanz y Manzana y una de sus ametralladoras, a más de la emplazada en el camión, con la mitad de los compañeros que habían venido con nosotros y la mitad de los pertenecientes a los cuadros de Defensa del Centro, impidiesen, primero, que el ejercito tomase las Ramblas y, después, dominar el Puerto, para cortar en dos al ejército enemigo. Por mi parte iría con Jover y «Valencia» y un grupo de compañeros armados por las calles Nueva, Santa Margarita, a filtrarme por la de San Pablo hasta la Brecha y cortar el Paralelo por el «Moulin Rouge». Y que Ascaso, con Ortiz y otro grupo de compañeros, hiciese lo mismo, adentrándose por la calle Conde de Asalto hasta el Paralelo, para unirnos en el chiringuito del Paralelo y calle del Rosal.
El ejército ocupaba buenas posiciones en la entrada de la calle de San Pablo y Brecha, desde donde nos recibieron con fuertes descargas de fusil y ametralladora. Ordené a los compañeros luchar cuerpo a tierra unos y de puerta en puerta otros. Así avanzamos hasta rebasar el cuartel de Carabineros sito en aquella parte de calle. Afortunadamente, los carabineros acuartelados allí nos dijeron ser leales a la República y nos aseguraron estar dispuestos a secundarnos tan pronto recibieran órdenes de hacerlo: el cuerpo de Carabineros no era de orden público, sino de vigilancia de puertos y fronteras. En esa plática estábamos cuando se nos unieron Ascaso y su gente, por no haber logrado hacer el corte del Paralelo por Conde de Asalto y haber sufrido algunas bajas, pero engrosados con compañeros de los cuadros de Defensa de la barriada.
Todos juntos proseguimos el avance, calle de San Pablo adelante, pegados al suelo o de puerta en puerta, hasta llegar a la última casa de la calle, donde empieza la Brecha de San Pablo, parte ancha de calle con plátanos enormes a ambos lados, en cuyos troncos estaban parapetados grupos de soldados que disparaban sin cesar. Al fondo, se divisaban las pilastras de unos portales, con soldados vigilando, y cerca el chiringuito desde el que disparaban con ametralladora y fusil ametrallador. Era casi imposible desalojarlos mediante un ataque frontal. Me acordé de Peer Gynt, cuando aconseja «dar la vuelta» y no insistir de frente. Por la escalerilla de la última casa, a mano derecha, pues no quería apelar a las suicidas barricadas, subí con Ascaso y unos diez compañeros armados de fusiles y winchesters. Antes de hacerlo, encargué del mando de las fuerzas de la calle a Jover y Ortiz, con instrucciones de pasarse al café Pay-Pay tan pronto oyesen nuestras descargas desde las azoteas a que pudiésemos llegar.
Así fue, con éxito completo. Los soldados se replegaron, dejando bajas, hacia los portales de enfrente y el chiringuito. Nosotros, a través del café Pay-Pay, nos pasamos a la calle Amalia y de allí, en movimiento envolvente, a la calle de las Tapias, para salir a la ronda de San Antonio, que ocupamos combatiendo cuerpo a tierra. Mientras Ascaso se encargaba de batir desde allí el flanco de los soldados, hice abrir la puerta de la cárcel de mujeres de la esquina de Tapias y Ronda, para asegurarme de que en su interior no había soldados de guardia. No los había. Sólo dos guardias de Seguridad montaban la guardia y no opusieron resistencia. Casi por la fuerza hicimos salir en libertad a las mujeres presas. Algunas de ellas no querían salir en libertad, y estaban acurrucadas por los rincones. «¡Si salimos, nos castigarán!», decían aterrorizadas. Yo les gritaba: «¡Ya nadie os castigará, ahora mandamos los anarquistas! ¡Afuera todas!».
Con los que me acompañaron en la toma de la cárcel de mujeres me incorporé a los que, cuerpo a tierra, se batían con los soldados. A mi lado, a unos dos metros, vi a un conocido de hacía muchos años, de los años 20, 21 y 22 en Tarragona, cuando él era secretario de la Federación provincial de la CNT, Eusebio Rodríguez, «El Manco», que se pasó al Partido Comunista al advenimiento de la República. Me saludó levemente con la cabeza y un «¡hola, Joanet!» Pensé que seguramente tenía razón Estivill al decir que los comunistas eran cuatro gatos y que lo más seguro es que no saliesen a luchar. «El Manco», que por toda arma llevaba una pistola star, era uno de aquellos cuatro gatos, pero le quedaba de antaño la influencia anarquista, de cuando estuvo con nosotros.
Los militares, en derrota, se fueron replegando a los pisos del edificio en cuya parte baja funcionaba el music hall Moulin Rouge. Trepando por las escaleras de las casas de enfrente, al otro lado del Paralelo, desde las azoteas y desde dos ángulos de tiro, arrasamos los balcones del último piso, hasta que atado a la punta de un fusil apareció un trapo blanco en señal de rendición. Con toda cautela nos aproximamos, pegados a las paredes, hasta llegar al amplio portal de la casa. Allí estaban unos seis oficiales, en camisa, sucios de polvo, los puños cerrados a lo largo del cuerpo, mirando al suelo, ceñudos, firmes, casi pisando con las puntas de los pies. Seguramente esperaban ser fusilados en el acto.
—¿Qué hacemos con ellos? —preguntó Ascaso.
—Que Ortiz los lleve al sindicato de la Madera, a la calle del Rosal, y que los tengan presos hasta que termine la lucha.


«¡No se puede con el ejército!» Dos veces fui testigo de este grito. De niño en Reus, cuando la revolución de 1909. Y en 1917. Grito heroico y desesperado.
Levanté en alto mi fusil ametrallador, blandiéndolo, y grité estentóreamente, causando la admiración de Jover y Ascaso: «¡Sí, se puede con el ejército!».
Al día siguiente, recién muerto Ascaso, que cayó como a veinte metros de donde nos encontrábamos al recibir la rendición de los oficiales que guarnecían el antiguo edificio de la Maestranza, en Atarazanas, también aparecían éstos con el gesto de los vencidos, descamisados, sucios, mirando al suelo, con los puños cerrados, firmes y casi de puntillas, convencidos de que los íbamos a pasar por las armas en el acto. El compañero García Ruiz, tranviario, me preguntó:
—¿Qué hago con ellos? ¿Los fusilo?
—No —le contesté—. Llévalos ahí, al sindicato de Transportes, y que los tengan presos.
Habíamos vencido totalmente. El ejército, roto, estaba a nuestros pies. Mirando hacia donde acababa de caer muerto Ascaso, grité:
—¡Sí, se puede con el ejército!


Quedaban vengadas todas las derrotas que sufriera la clase obrera española a manos de la militarada reaccionaria.
1909, con sus víctimas y mártires: ¡Vengados!
1917, con sus víctimas y mártires: ¡Vengados!
1934, con sus víctimas y mártires: ¡Vengados!
¡Vivan los anarquistas!, fue el grito que durante aquel día, 20 de julio, se oyó por todas las calles de la ciudad.
¡CNT...! ¡CNT...! ¡CNT...!, rugían los cláxones de los automóviles, camiones y ómnibus.
Fue un día muy largo aquel 20 de julio. Ese día había empezado el 18. Fue el día de la gran victoria. Fue el día que empezó la gran derrota. Y la gran derrota empezó en el momento en que Companys llamó por teléfono a la secretaría del Comité regional de la CNT de Cataluña para rogar que la CNT enviase una delegación a entrevistarse con él.
Hacía tres horas que había muerto Ascaso. Hacía un día que había muerto Alcodori. Hacía treinta horas que, uno tras otro, cerca de cuatrocientos compañeros anarcosindicalistas habían muerto en las calles de Barcelona.
Pronto serían olvidados. Solamente olvidando a lo muertos se puede hacer dejación de las ideas. Que es lo que ocurrió.


Con el ocaso del día 20 de julio de 1936 se inciaba el declinar de aquella gran organización sindical, única en el mundo, que luchaba por una vida social totalmente distinta a la que nos deparaba el sistema capitalista, con sus gobernantes, sus ejércitos y sus burócratas.
Cuando la delegación de la CNT que acudiera al llamamiento de Companys hubo regresado al Comité regional a dar cuenta de su cometido, vencidos ya en toda la ciudad los últimos focos de resistencia de los militares, cuando ya no era necesaria la lucha en las calles, por doquier bloqueadas por las fuertes barricadas que levantaban los confederales, por el viejo local del sindicato de la Construcción de la calle de Mercaders donde tenía una oficina el Comité regional de la CNT empezaron a desfilar muchos de los que no habían tomado parte en la gesta que acababa de realizar el proletariado confederal. Uno de los primeros fue Diego Abad de Santillán, con una enorme pistola Mauser en el cinto. Y Federica Montseny, con una minúscula pistolita metida en una coqueta funda de cuero, al cinto también, que debía tener desde hacía muchos años, para su defensa personal en aquella casa-torre en que vivía en la burguesa barriada del Guinardó.
Penoso es tener que decir la verdad. En la noche del 19-20 de julio, en la plaza del Teatro de las Ramblas, junto a mí, a Ascaso y Durruti, que dormitábamos sentados en el suelo y recostados en el tronco de un árbol, también estaba el líder socialista Vila Cuenca, con su winchester entre las piernas. Y por allí anduvo también, con su enorme pistola al cinto, Julián Gorkin, líder —con Andrés Nin— del POUM. Pero no vi a Santillán, ni a Federica, ni a Alaiz, ni a Carbó, a ninguno de los que en reuniones y asambleas iban en pos del liderazgo de la CNT-FAI, tácitamente en posesión de Ascaso, de García Oliver y de Durruti. Ellos se consideraban la plana mayor del intelectualismo, lo que, al parecer, los eximía de tener que batirse en las calles. Después hube de comprobar que, intelectualmente, tampoco servían para gran cosa.
Explicamos el resultado de la entrevista con Companys. Lo hice yo y lo hizo Durruti. Companys reconocía que nosotros solos, los anarcosindicalistas barceloneses, habíamos vencido al ejército sublevado. Declaraba que nunca se nos dio el trato que merecíamos y que habimos sido injustamente perseguidos. Que ahora, dueños de la ciudad y de Cataluña, podíamos optar por admitir su colaboración o por enviarlo a su casa. Pero que si opinásemos que todavía podía ser útil en la lucha que, si bien terminaba en la ciudad, no sabíamos cuándo y cómo terminaría en el resto de España, podíamos contar con él, con su lealtad de hombre y de político, convencido de que en aquel día moría un pasado de bochorno, y que deseaba sinceramente que Cataluña marchase a la cabeza de los países más adelantados en materia social. Que dado lo impreciso e inseguro de los momentos que se vivían en el resto de España, de muy buena gana él, en tanto que presidente de la Generalidad, estaba dispuesto a asumir todas las responsabilidades para que, todos unidos en un organismo de combate, que podría ser un Comité de Milicias Antifascistas, asumiese la dirección de la lucha en Cataluña. Esto podría hacerse inmediatamente, pues al igual que a nosotros había convocado a los representantes de todos los partidos y organizaciones antifascistas, que estaban reunidos en una sala contigua y ya se habían manifestado conformes con la idea de creación de un Comité de Milicias Antifascistas. Para que comprobásemos que era cierto, nos hizo pasar a la sala contigua, donde, en efecto, estaban Comorera, de Unió Socialista de Catalunya; Vidiella, del Partido Socialista Obrero Español; Ventura Gassol, de Esquerra Republicana; Pey Poch, de Acció Catalana; Andrés Nin, del POUM, y Calvet, de los «Rabassaires», quienes se apresuraron a saludarnos.
Salimos de donde estaban reunidos. En breve cambio de impresiones, la delegación de la CNT de Cataluña, por mi conducto, comunicó a Companys que nosotros, en la ignorancia de lo que pensaba proponernos, habíamos acudido solamente a escuchar, pero sin poder decidir, por lo que le prometíamos transmitir inmediatamente su mensaje al Comité regional de la CNT, y que, tan pronto como recayese acuerdo, se le comunicaría.
El Comité regional, en rápida deliberación en la que tomaron parte varios compañeros, acordó comunicar por teléfono a Companys que se aceptaba, en principio, la constitución de un Comité de Milicias Antifascistas de Cataluña, a reserva de ponernos de acuerdo sobre la participación de cada sector y, en definitiva, esperar la resolución de un Pleno de Locales y Comarcales que se reuniría el día 23, pero sin perjuicio de que ya se fuesen dando los pasos necesarios para que, si el Pleno acordaba que sí, pudiese entrar ya en funciones. Provisionalmente, quedábamos encargados de continuar las gestiones Aurelio Fernández, Durruti y yo.
Al atardecer del mismo día, celebramos la primera reunión, todavía informal, con José Tarradellas, Artemio Aiguader y Jaime Miratvilles, de Esquerra Republicana de Cataluña; Pey Poch, de Acció Catalana; Comorera, de Unió Socialista de Catalunya; Rafael Vidiella, de la UGT y el PSOE, y Gorkin, del POUM. A propuesta de Tarradellas, se acordó excluir del Comité a Estat Cátala, por considerar Esquerra Republicana que el jefe actual de Estat Cátala, Dencás, era agente fascista, y estaba refugiado en Italia. A propuesta mía, se acordó establecer un equilibrio en el Comité de Milicias, consistente en tres puestos para la CNT, tres para la UGT, tres para Esquerra Republicana, dos para la FAI, uno para Acció Catalana, uno para el POUM, uno para los socialistas y uno para los rabassaires.


Extraído del libro de Juan García Oliver El eco de los pasos. Editorial Planeta S.A. 2008.

martes, 20 de enero de 2009

La Huelga de 1970 en Granada.

El imperio de los empresarios

Abiertamente alzamos la palabra
desde la tierra dura y las raíces.
De cada golpe duro recibido
os damos testimonio abiertamente.


Los sucesos que vamos a contar acerca de la lucha que tuvo lugar en la ciudad de Granada en el año 1970, durante la negociación de un nuevo convenio del ramo de la construcción, vinieron provocados por un antiguo malestar entre el pueblo trabajador granadino. Aquel trágico episodio de la lucha de clases, tuvo lugar en una ciudad que no había conocido una movilización de semejantes dimensiones en los treinta años anteriores. Las razones de esta parálisis son varias y en gran medida pueden remontarse a la gran derrota de 1936. Granada sufrió una brutal represión desde los comienzos de la guerra como consecuencia de la sublevación militar que se hizo con el control de la capital. La patronal, con el apoyo decidido de militares, guardias civiles y pistoleros falangistas, hizo pagar cara la fuerte conflictividad social que había caracterizado a la ciudad y a la provincia durante la primera mitad de la década de los treinta. Objetivo fundamental de esta represión fue el aniquilamiento total de todo el entramado organizativo de los trabajadores que tanto esfuerzo había costado levantar durante los años anteriores. Derrotados, sometidos al terror impuesto por los vencedores y devorados por el luto de sus familiares y compañeros asesinados, en las décadas posteriores a la guerra la clase obrera granadina apenas tuvo fuerzas o capacidad de respuesta. Vivió así una larga noche de miseria, explotación extrema y humillación. De hecho, en 1947, si bien el coste de la vida se había multiplicado, los empresarios granadinos todavía seguían pagando los mismos jornales de antes de la guerra.
En todo caso, los síntomas de una sorda rebelión se manifestaron entonces en el instinto de fuga de miles de personas, que se animaban a emigrar, a volver a empezar lejos de tanta miseria inducida. Indudablemente, contribuyó también el pertinaz estancamiento de su medio agrario. De este modo, entre 1950 y 1970 Granada perdió casi 300.000 personas, la mitad de su población. Cada año unos 15.000 granadinos y granadinas hacían las maletas y se marchaban, fundamentalmente con destino a Cataluña, pero también a otras regiones y a los países europeos más ricos. También fue mucha la gente de los pueblos que se instaló en la ciudad de Granada. Los que se quedaron debieron soportar las durísimas condiciones de trabajo de una economía subdesarrollada, instalada a su vez en un Estado subdesarrollado en la periferia de Europa occidental. De este modo, lejos de resolver los graves problemas estructurales de la provincia, el desarrollo económico del capitalismo español en la década de 1960 hizo de Granada la periferia de la periferia. Marginada por todos los planes de desarrollo del Franquismo, la Granada de 1970 era una ciudad agrícola sin desarrollo ni industrialización, compuesta por funcionarios y administrativos, por una población que vivía del comercio, los transportes, pequeños talleres de diversa índole y un sector de la construcción que había ido desarrollándose paulatinamente a lo largo de la década anterior. A parte de eso Granada era, como tantas otras zonas del Estado, un mercado de consumo de lo que se elaboraba en otras regiones.
En una ciudad así, los obreros de la construcción constituían el sector mayoritario de la población trabajadora. Se trataba fundamentalmente de gentes recién llegadas del campo. Personas que habían sufrido una gran transformación de sus condiciones de vida. Desarraigados de la vida rural, experimentaron el tránsito hacia una forma de vida más mercantilizada, más dependiente del salario. Pero los salarios de los albañiles apenas daban margen, y mucho menos permitían buscar consuelo en los incipientes hábitos del consumo de masas que se habían ido extendiendo en otras zonas del Estado. Amparados por la abundante mano de obra y la legislación favorable, los empresarios del sector exprimían al máximo a la clase obrera local, repartiendo unos salarios de hambre. De hecho, las lamentables condiciones de trabajo en el sector de la construcción de Granada pueden resumirse así: los obreros peones cobraban unas 1.200 pesetas semanales, en las que estaban incluidas las pagas, los permisos y el plus familiar. Las jornadas eran de 10 horas y se trabajaba seis días a la semana, y además estaban generalizados el sistema de destajos2 y las horas extra, lo que provocaba un alto nivel de paro. Los contratos eran generalmente de 4 ó 6 meses, previo periodo de prueba de 15 días. Así era habitual que los obreros pasasen de una empresa a otra de forma recurrente, además de que fuesen frecuentes los periodos de inactividad. Cada cierto tiempo los trabajadores eran despedidos o trasladados de empresa, se evitaba de este modo que llegasen a formar parte de la plantilla, manteniendo un permanente estatuto de eventuales. El fraude a la Seguridad Social era práctica frecuente por parte de la patronal, además de que muchas de las empresas que hacían contrato no diesen de alta a los trabajadores.
En la hoja de salario casi nunca se reflejaba el salario real, e incluso algunas empresas obligaban a los obreros a firmar un recibo en el que constaba que debían dinero a la empresa. Gracias a estos procedimientos las empresas resultaban invulnerables frente a las reclamaciones ante Magistratura.3 Los índices de siniestralidad laboral eran altísimos, debido en gran medida a la presión bajo la que se trabajaba. Por otra parte, para mantener la paz en los tajos, eran frecuentes los malos tratos y las vejaciones cotidianas por parte de los encargados:

A las 8 comenzábamos a trabajar. Como peón de encofrado desarrollaba mi trabajo a la intemperie. Recuerdo que en el invierno de 1969 trabajábamos en el barrio de la Plaza de Toros. Comenzó a nevar. El empresario se situó en medio de la planta superior del bloque, aún sin cubrir, donde trabajábamos encofradores y ferrallistas, embutido en su abrigo, sus guantes de piel, su bufanda, su sombrero y su paraguas. Nos miraba retándonos, a ver quien era el valiente de protegerse de la nieve o de la lluvia en la planta inferior o en exigir un impermeable a la empresa, ambas posibilidades estaban recogidas en el convenio de la construcción. Ninguno nos atrevimos a hacerlo.4

Los despidos o la no renovación de contrato a quienes protestaban, unidos al miedo impuesto por el Estado franquista, hacían el resto.

Prepararse para luchar

Es esta nuestra voz y nuestra lucha,
nuestra sangre vertida, inevitable
como el sudor amargo de las horas
trabajadas sin fin y sin principio.


En estas condiciones organizarse resultaba una tarea complicada. La estructura empresarial era minifundista y la ciudad apenas contaba con empresas que tuvieran más de cinco empleados. A finales de los años sesenta, las organizaciones militantes que tenían presencia efectiva en Granada eran el Partido Comunista de España junto a Comisiones Obreras y un equipo muy activo de la Hermandad Obrera de Acción Católica. Sus respectivos estilos de militancia eran muy distintos. Los comunistas se habían ido consolidando desde comienzos de los años sesenta en algunas zonas de la capital y de los pueblos cercanos.5 Las CCOO habían aparecido en Granada en 1965, pero a diferencia de otras zonas del Estado éstas no surgieron a partir de procesos asamblearios amplios, sino de la decisión política del PCE de constituirlas como movimiento socio-político que actuara según las consignas del Partido.6 Aprovechando un contexto de aparente liberalización de la Dictadura y con el fin de poder desarrollar prácticas reformistas, los comunistas consiguieron introducirse en el Sindicato Vertical. En las elecciones sindicales de 1966 llegaron así a copar la sección de albañilería del Sindicato de la Construcción. Por su parte los militantes de la HOAC realizaban un intenso trabajo de base en el desaparecido barrio de La Virgencica. Este barrio estaba formado por un conjunto de albergues adosados prefabricados, de un tamaño minúsculo. Fue construido en la zona norte de la ciudad con el fin de acoger a la población de los antiguos barrios populares, como el Albaicín y las cuevas del Sacromonte afectados por las inundaciones del otoño-invierno de 1962-1963. La Virgencica era un barrio de población fundamentalmente obrera, donde la mayoría de los varones trabajaba en la construcción y las mujeres en el servicio doméstico. Algunos de sus habitantes eran militantes comunistas o cristianos y convivían con muchas personas que, sin militar en ninguna organización, tenían un elevado sentido de su dignidad. A pesar del supuesto carácter provisional de los alojamientos, la estancia en esta barriada improvisada se fue prologando en medio de unas condiciones de vida paupérrimas: las viviendas resultaban espantosamente calurosas en verano y muy frías en invierno, debido a su estructura de placas de cemento de sólo diez centímetros de grosor. A esto se añadían graves carencias en la gran mayoría de los servicios básicos, como asfaltado, iluminación, transporte, escuelas, recogida de basuras, etc. Estas circunstancias propiciaron que en 1967 y por iniciativa de un grupo de militantes de la HOAC procedentes de Bilbao e instalados en el barrio, se consiguiera legalizar una Asociación de Vecinos, una de las primeras de todo el Estado.7 El local de la asociación era la parroquia, desde la cual se planificaban multitud de acciones en asambleas semanales con el fin de conseguir mejoras para el barrio y en las cuales las mujeres tenían un papel destacado. A diferencia de la gente del PCE, los militantes de la HOAC estaban más interesados en impulsar procesos de autoorganización. A través de la asociación priorizaban la formación y la toma de conciencia de las personas con el fin de que lucharan por sus derechos, no sólo en el barrio sino también en sus lugares de trabajo, animándolas y proporcionándoles herramientas para que pudieran desarrollar formas de organización, siempre según el principio de que debían ser ellas mismas las protagonistas de su liberación. En la asociación se iban dando ideas de la injusticia que existe, el porqué existe, los mecanismos que existen. Y como el mundo obrero no puede salir de esa situación como no sea uniéndose, formándose y preparándose para luchar contra esta situación y tratar de que las cosas cambien.8
En los años finales de la década de los sesenta fueron estableciéndose contactos entre los militantes varones de ambas organizaciones y personas independientes, todos ellos trabajadores de la construcción, que confluían en las obras procedentes de casi todos los barrios de la ciudad, además de los pueblos cercanos. En los tajos, la hora del bocadillo resultaba fundamental para el conocimiento mutuo y para generar las primeras inquietudes políticas. Entre quejas y chistes, se leían periódicos en voz alta y se charlaba recordando todo lo que se había luchado en el pasado y todo lo que quedaba por hacer: Los centros de trabajo eran verdaderas escuelas, donde los jóvenes aprendíamos el sentido de la vida y las razones para luchar por una vida distinta. En las horas del bocadillo, a las diez de la mañana, y de la comida del mediodía, todos los trabajadores se reunían alrededor de un fuego, si era invierno, o alrededor de un botijo de agua, si era verano. En esas mini asambleas se podía hablar de todo, y casi en total libertad, siendo así como muchos de los que ahora tenemos más de cincuenta años forjamos nuestro espíritu de rebeldía.9 Este clima de crecimiento colectivo y de expansión de la conciencia de eplotación, ayudó a que los militantes pudieran impulsar de forma muy participativa la elaboración de un anteproyecto del convenio provincial de la construcción. En la medida en que las autoridades franquistas consideraban Granada como una provincia «tranquila», los albañiles contaron con un margen de maniobra bastante amplio, utilizando muchos de los instrumentos legales que la fachada aperturista del
régimen ponía a disposición de los representantes obreros de aquellos años. Esto se expresó fundamentalmente en dos aspectos: la elaboración de una encuesta entre los trabajadores con el fin de que ellos mismos pudiesen definir sus demandas concretas y de desarrollar asambleas con carácter informativo en el local del Sindicato. De este modo, algunos miembros de la parte social,10 antes de comenzar las negociaciones del convenio, imprimieron un cuestionario-encuesta con preguntas relativas a los salarios, la duración de la jornada laboral, las horas extra, los destajos, los despidos, las nóminas, las plantillas, etc. Se imprimieron unos 400 ejemplares, que fueron repartidos a través del propio Sindicato entre trabajadores de distintas empresas y que sirvieron de base para la discusión de las mejoras laborales. Pasado un tiempo, muchos de los que habían recibido la encuesta comenzaron a reunirse en los locales de la asociación de vecinos de La Virgencica y en otros puntos de la ciudad con el propósito de elaborar el anteproyecto del convenio. Por estas asambleas pasaron entre 100 y 200 personas. Las demandas fundamentales, recogidas en el anteproyecto, fueron: la reducción de las diferencias salariales entre las diversas categorías, un salario para el peón de 240 pesetas por 8 horas a rendimiento normal, la eliminación de las horas extraordinarias y los destajos que embrutecían al trabajador y aumentaban el paro, así como reducir al mínimo posible la eventualidad y los despidos. Los trabajos de comunicación entre los albañiles granadinos acerca de la marcha del convenio, realizados tanto por parte de los militantes de las organizaciones como por personas independientes que fueron sumándose al proceso, prepararon el terreno para que la asistencia a las asambleas informativas se convirtieran en un acontecimiento masivo.11 Se pretendía, y se insistió en ello desde el principio, que lo acordado con la patronal no tuviera validez hasta que la asamblea lo diera por bueno. Por otra parte, el objetivo de los militantes que planificaron la elaboración del convenio de 1970 no era conseguir un acuerdo definitivo, sino más bien instalar una dinámica en la cual se pudiera negociar un nuevo convenio cada año, de tal forma que sirviera de base para aumentar el grado de conciencia y organización de la clase obrera en Granada. En la medida en que pudieron desarrollarse reuniones y asambleas masivas con relativa normalidad, las expectativas y la presión para sacar adelante el convenio fueron tomando cuerpo. Efectivamente las reuniones de los trabajadores, la posibilidad de contrastar opiniones y tomar conciencia de la fuerza de su número y gozar juntos del sentimiento, hasta entonces desconocido, de estar todos unidos en una lucha concreta con el propósito de acabar con tanta injusticia, constituían la mejor arma para afrontar el conflicto.

Cómo se llegó a la huelga

Nos escuece la piel, esta segunda
piel de hombre nocturno, que no surge
desde la luz, sino desde la muerte,
bajo la lluvia, el sol y el latigazo.


Las negociaciones para la firma del nuevo convenio se iniciaron el 17 de junio de 1970. Frente a la actitud intransigente de los empresarios, que aparte de no ceder pretendieron negociar de espaldas a los trabajadores, se convocó la primera asamblea informativa en el salón de actos del Sindicato el día 30 de ese mismo mes. Asistieron 700 albañiles. La parte social volvió a solicitar permiso para convocar otra nueva asamblea el 7 de julio, coincidiendo con la tercera sesión de la comisión deliberadora, a la que asistieron más de mil trabajadores. Salvo los más mayores, nadie más recordaba algo semejante en Granada y, a pesar de la buena voluntad, la falta de experiencia provocaba que predominara cierto caos comunicativo. Por otra parte el peligro ya se dejaba intuir. Perfectamente informada de la marcha de los acontecimientos, la policía secreta se apostó desde el primer momento en las escaleras del edificio del Sindicato con el fin de amedrentar a los trabajadores. Al término de esta gran asamblea informativa se acordó celebrar una tercera al día siguiente. Esta asamblea no pudo celebrarse y se aplazó para el día 16 y posteriormente para el día 20, coincidiendo esta vez con la cuarta sesión de la comisión deliberadora del convenio. La actitud de la patronal era tan cerrada que muchos sospechaban que la ruptura no tardaría en producirse. Y así fue. El clima de tensión que dominó la cuarta sesión de la comisión deliberadora provocó la ruptura de las negociaciones. El punto de desacuerdo fue principalmente la cuestión del salario. Los trabajadores habían rebajado su petición inicial de 300 pesetas diarias, y ahora pedían 240 de sueldo íntegro para los peones de albañil, mientras que los empresarios no estaban dispuestos a ofrecer más que 170 pesetas divididas en tres partes: el salario, un plus de asistencia al trabajo y un plus de constancia. Los empresarios rechazaron también la petición de que, con el propósito de mitigar la eventualidad en el empleo, se adquiriera la categoría de obrero fijo a los cuatro meses de trabajo, antes eran precisos seis. Igualmente se rechazó la petición de los trabajadores de convertir todas las fiestas del calendario laboral en absolutas, abonables y sin recuperación y se dejó sin resolver la cuestión de la percepción de indemnizaciones en caso de accidentes y enfermedades profesionales. Pese a que los representantes obreros hicieron reiteradas concesiones, la obstinada negativa de la patronal hizo imposible seguir con las deliberaciones.
Las posibilidades legales de obtener sus demandas se estaban agotando en esta situación. Según la legislación laboral vigente, si no se había producido el acuerdo entre las partes, aún quedaba la posibilidad de nuevas negociaciones, cambiando el presidente. Si éstas fracasaban quedaba el recurso a la Norma de Obligado Cumplimiento. En cualquier caso estas posibilidades estaban totalmente fuera del alcance de la acción legal de los representantes de los obreros y dependían exclusivamente de las autoridades franquistas.
La ruptura de la negociación del convenio fue comunicada en la asamblea masiva que se celebró la tarde del mismo día 20 de julio. Ante un auditorio de miles de personas, abarrotado el salón de actos del Sindicato y muchos esperando en la calle, se fueron leyendo las propuestas y contraofertas de ambas partes negociadoras y la nota definitiva de ruptura. El ambiente estaba tan cargado de frustración e impaciencia, que durante la lectura del acta se abucheó continuamente al presidente de la parte social con gritos de «¡al grano, al grano!». El mensaje de la patronal estaba claro y a la desesperación de los trabajadores se unió una profunda indignación. Aquel salón de actos ardía de calor y de rabia. Una vez leídos los puntos de desacuerdo, se cedió el micrófono a todo aquel que tuviera algo que decir y comenzaron a llover las propuestas para ejercer presión sobre los patronos. Todos compartían la sensación de que se habían agotado las posibilidades de negociación y de que habría que recurrir a otros medios con el fin de obligar a ceder a los patronos. Los militantes de las diversas organizaciones apostaban por la moderación: se propuso que el Sindicato diera dos días de huelga pagada, propuesta que el presidente de la parte social dijo que no podía respaldar, por lo que nuevamente fue abucheado. Otra propuesta fue la de no desalojar el edificio de Sindicatos hasta que se diera una respuesta positiva a las reivindicaciones, pero el intenso calor que hacía en el recinto motivó que esta invitación no fuera bien acogida. Frente a todas estas propuestas, la asamblea se inclinaba con decisión hacia la huelga indefinida como método de presión. Muchos militantes seguían sin verlo claro y los que intervinieron hicieron grandes esfuerzos por evitar esta salida. Se dudaba fundamentalmente de la preparación de la clase obrera granadina para una huelga, ya que en intentos de movilización anteriores se había mostrado bastante indiferente.
Tampoco se había creado una caja de resistencia ni existía una logística capaz de solucionar las consecuencias derivadas de la prolongación del conflicto. Los reacios a la huelga, en su mayoría personas con más experiencia política, apostaban en cambio por trabajar a un ritmo lento, lo que también resultaba muy perjudicial para la patronal y no era tan arriesgado para los trabajadores. Pero estos militantes no pudieron, no quisieron o no se atrevieron a desobedecer el sentir general de una asamblea en la que toda intervención partidaria de la huelga era recibida con ovaciones. Finalmente se dio un tiempo para pensar y llegó el momento de la votación a mano alzada. Una abrumadora mayoría decidió: «Huelga; mañana todos aquí a las 8 para pasar juntos por los tajos y recoger a los que faltan, a los que no están presentes aquí».
La asamblea terminó a las diez y media de la noche. Había durado tres horas. En esos momentos se había convertido en el máximo órgano dirigente, con un desarrollo rápido, ordenado y claro en comparación con todas las asambleas anteriores. Después de la experiencia vivida desde junio, la asamblea había madurado como forma de organización, en un proceso que siendo participativo desde la base, había permitido una gran identificación colectiva con la discusión del convenio. El hecho de que la ruptura de las negociaciones se asumiera como una decisión de todos era prueba de ello. Sin duda éste era el convenio de la mayoría de los trabajadores de la construcción de Granada, lo sentían como propio y estaban dispuestos a sacarlo adelante mediante la huelga, asumiendo todas las consecuencias que se derivaran de tal decisión. Así fue como al término de la asamblea, la noticia de la convocatoria del paro para el día siguiente voló de boca en boca por los barrios y pueblos cercanos. Esa noche se durmió poco.

Comienza la huelga

No fueron tres tan solo. Nos quedamos
todos sobre la tierra sorprendida,
descubriendo de pronto, una vez más,
las ocultas razones de las cosas.


Desde antes de las 8 de la mañana del día siguiente, lunes 21 de julio, los trabajadores se fueron concentrando en el bulevar, frente al edifico de Sindicatos, hasta contar más de 6.000 personas:

Desde los distintos puntos extremos de Granada, grupos de albañiles acudieron a la cita de las ocho de la mañana recogiendo por el camino a los compañeros de las obras que no se habían enterado por no haber asistido al acto el día anterior. No hubo necesidad de amenazas, al menos este testigo no las presenció. Algunos autobuses de obras lejanas a la capital partieron con obreros que, dado lo precipitado de la decisión, y por la falta absoluta de organización previa, no llegaron a decidirse a acudir a los Sindicatos.12

El paro era casi absoluto en Granada y en los pueblos de los alrededores, donde se calcula que lo habían secundado más de 12.000 trabajadores. Dadas las facilidades que habían recibido por parte de las autoridades en la fase previa del proceso, muchos acudieron convencidos de que aquella concentración era legal. Con su presencia pacífica los albañiles presionaban para hacer visible la necesidad de proseguir las negociaciones del convenio y de que fueran atendidas convenientemente sus peticiones. Casi todos planeaban pasar allí juntos la jornada, y por ese motivo el lugar estaba lleno de motos y de bicicletas aparcadas con cestas de comida, justo delante de un nutrido grupo de la policía armada que custodiaba el edificio:

Había un cierto aire de inocencia en todos los allí presentes. Era la primera vez que casi el cien por cien de los asistentes participábamos en un acto así, imaginado solamente por los libros. La mayoría íbamos con ropa de domingo y comentábamos con cierta euforia el éxito que hasta ese momento estaba teniendo la convocatoria. Recuerdo a algunos chicos del club juvenil de la parroquia (del barrio de La Virgencica) cuyos rostros expresaban la alegría y la emoción que estaban viviendo en su interior. Era como una especie de bautismo de fuego.13

Ante la enorme energía allí concentrada y el entusiasmo reinante, comenzaron a llegar las iniciativas de movilización. La concentración se dirigió entonces en dirección al cercano Camino de Ronda, con la intención de que se sumaran a la huelga algunas obras que todavía no lo habían hecho, era la zona en la que por entonces se construían los nuevos edificios universitarios. De este modo, un enorme piquete de miles de personas marchó con tranquilidad por las aceras, parando todas las obras y recogiendo a más albañiles de los tajos. A pesar de la actitud reiteradamente pacífica de los manifestantes, que no cortaron el tráfico e incluso pidieron ser escoltados por los guardias, la policía les salió al encuentro, dándoles tres minutos para disolverse.
Para evitar el enfrentamiento y para dar a entender que la suya era una protesta exclusivamente económica, muchos de los albañiles levantaron el brazo y comenzaron a gritar «¡Franco, Franco, Franco…!», lo que no evitó la carga policial. Ante los golpes, la multitud retrocedió hasta una zona en obras donde había abundante material y desde allí contraatacaron. Una espesa lluvia de piedras hizo retroceder a la policía y produjo cinco heridos en sus filas. El encuentro duró apenas diez minutos y visto el resultado, y sin disolverse, la gente decidió regresar a la puerta del Sindicato. En el camino de vuelta ambas partes, policías y trabajadores, trataron mutuamente de calmarse los ánimos tras este primer estallido de violencia. Pese a todo, nadie parecía presagiar lo que luego pasó.
Un intermedio de calma. De las 9 a las 11 de la mañana los albañiles se volvieron a concentrar pacíficamente en el bulevar, algunos conversando incluso con la fuerza pública y comentando con humor el enfrentamiento reciente, ya que muchos de ellos eran conocidos, vivían en los mismos barrios y procedían de los mismos pueblos. Con intermitencia la multitud concentrada iba exigiendo soluciones concretas, lo que motivó que se creara una comisión de representantes obreros con el propósito de ir a hablar con el delegado provincial de trabajo y con las autoridades sindicales, que les presionaron para que acabaran con la huelga. Hacia las 11 los miembros de esta comisión hablaron ante la multitud con un megáfono prestado por la policía y propusieron disolver la concentración, pidiendo a los albañiles que se reintegraran al trabajo a las 2 de la tarde y que ellos tratarían de que se les abonase el salario de la mañana, garantizando que las negociaciones del convenio continuarían. Esta opción fue rechazada por la multitud. En esos momentos una persona agarró el megáfono y propuso continuar la huelga y convocar otra asamblea para el día siguiente a las 8 de la mañana, lo que fue aceptado. Los albañiles granadinos eran en ese momento plenamente conscientes de que la patronal no iba a ceder por las buenas y que sólo su propia fuerza, puesta en práctica mediante la huelga, podría servir como instrumento de presión para alcanzar sus reivindicaciones. Había miedo, sin duda, sabían que estaban participando en un acto sin precedentes en la reciente historia de la clase obrera granadina. Pero sus decisiones no eran fruto de un momento de euforia, tal y como lo prueba el mes de asambleas que llevaban a sus espaldas y el hecho de que se hubieran concentrado varios miles de personas en actitud firme y resuelta, sin llamamientos o consignas de ningún grupo político.
A pesar de la calma que había caracterizado a la policía tras el primer enfrentamiento de la mañana, sobre el mediodía se produjo súbitamente un cambió de actitud. La explicación de la anterior calma policial parece indicar que aquel intervalo de tiempo fue utilizado por el gobernador civil para pedir refuerzos policiales a Málaga y a Jaén.
Ante el rechazo manifiesto de los trabajadores a acatar las condiciones impuestas por las autoridades sindicales, las fuerzas del orden se replegaron, ordenando la dispersión y anunciando una carga si al tercer toque de corneta no se había dispersado la multitud. Nadie llegó nunca a oír el tercer toque. Al segundo toque comenzaron los golpes y se inició una desbandada en la que los trabajadores quedaron divididos en dos grupos desiguales.
La mayoría de los obreros se replegaron hacía la zona de La Caleta con lgunos heridos. Al llegar a la altura de la calle Doctor Oloriz se dio una coincidencia que fue determinante para el desarrollo posterior de los acontecimientos. Tropezaron con un camión cargado de bovedillas que bajaba por la calle y que tuvo de detenerse al toparse con la multitud. Inmediatamente, algunos jóvenes treparon al camión y empezaron a arrojar contra la calzada los materiales de obra, haciéndolos añicos.
Esos cascotes fueron utilizados junto con trozos arrancados del pavimento como munición por parte los trabajadores, que iniciaron entonces una contraofensiva a pedradas, primero obligando a la policía a replegarse hasta los Sindicatos, y después a escapar y a buscar refugio donde pudieran.
Las bombas de humo demostraban una escasa eficacia, ya que la mayoría eran devueltas por los albañiles, que en su avance volcaron y destrozaron todos los vehículos policiales que encontraron a su paso. El nivel de violencia que llegó a adquirir el enfrentamiento fue brutal. Fue en esos momentos de enorme confusión cuando, mezclados con los gritos de calma que nadie escuchaba, empezaron a sonar los disparos. Desenfundando y abriéndose paso a tiros, la policía lanzó un ataque definitivo persiguiendo a la gente que se dispersaba por las calles. Pese a los disparos, la determinación de algunos albañiles era tan grande, que durante un cierto tiempo sostuvieron el enfrentamiento:

Hasta entonces los policías nos atacaban con las porras y botes de humo, pero de pronto empezaron a disparar los tiros, primero al aire y después a todo lo que se movía, muriendo entonces los tres compañeros. Aunque pueda parecer mentira, en los primeros momentos, los trabajadores no tuvieron miedo de los disparos, pero cuando se empezó a ver a los compañeros tirados en el suelo cubiertos de sangre, la cosa cambió. Cada cual empezó a refugiarse donde podía, carreras por las calles, lanzamiento de ladrillos, detenciones, etc.14

No todos los tiros se hicieron con intención de dar en el blanco, hubo muchos al aire. Pero tras la tremenda confusión de la batalla el resultado resultó desolador: tres muertos y decenas de heridos, muchos con disparos en las piernas o en zonas vitales. Por parte de la policía hubo unos 30 heridos, algunos de extrema gravedad. Salvo los que hubieron de ser ingresados por la gravedad de sus heridas, la mayoría de los trabajadores heridos fueron atendidos en clínicas particulares debido al temor a la represión. Más de un centenar de obreros fueron detenidos, muchos al ir a recoger sus vehículos a la puerta de los Sindicatos donde los esperaba la policía secreta.

La huelga continúa

No hemos llorado, es cierto. Este dolor
no nos cabe en las lágrimas desnudas.
Sólo tiene lugar si es compartido
por cada hombre, y transformado en actos.15


Al día siguiente, martes 22 de julio, a pesar del pánico y de la consternación presentes en Granada, la huelga continuaba. La Guardia Civil vigilaba todas las entradas a la ciudad y en los retenes se impedía el paso a los albañiles de los pueblos cercanos. Por orden del gobernador civil, los tres muertos del día anterior habían sido urgentemente enterrados en secreto para evitar altercados públicos. El grueso de los trabajadores se encontraba desconcertado. Nadie podía asegurar que la huelga continuaría, y algunas personas se estaba presentando de nuevo en las obras. Únicamente en el pueblo de Maracena, de donde procedía uno de los trabajadores asesinados, se vivía una situación de huelga general. En ese momento surgió la iniciativa de un grupo de trabajadores cercanos a la HOAC de encerrase en la catedral de Granada. Los objetivos del encierro eran los de realizar un funeral por los muertos, reforzar las decisiones colectivas que se habían tomado y celebrar asambleas con el propósito de decidir cómo continuar con la lucha. La labor mediadora de los curas obreros fue decisiva para obtener garantías, por parte el deán de la catedral, de que podrían permanecer allí. Los curas obreros también fueron fundamentales con el fin de ayudar a calmar los ánimos e impedir, por ejemplo, que la gente se lanzase al asalto de la sede del diario Ideal y de otros periódicos de la ciudad, que ya habían empezado a publicar falsedades respecto a lo sucedido el día anterior.16
La catedral se mantuvo abierta todo el día y la gente comenzó a acudir. Mil personas, hombres y mujeres, llegaron a vencer el miedo, reuniéndose allí en asamblea permanente. Los reunidos decidieron organizarse en grupos de discusión para confluir luego en sucesivas asambleas generales. En estas asambleas se ponían en común los puntos de acuerdo y se aprobaban los escritos elaborados para los medios y las autoridades, pero sobre todo para el resto de los trabajadores de la construcción de Granada. La inteligencia colectiva y el sentimiento de ser una comunidad en lucha les ayudó a protegerse de la evidente presencia de infiltrados dentro de la catedral. Todas las personas que participaron en esas asambleas fueron obligadas a mostrarse al resto, a ser reconocidos por sus compañeros a mano alzada. Gracias a este procedimiento más de un policía de paisano se vio obligado a abandonar furtivamente el lugar. Todos los comunicados que se redactaron iban firmados por «El grupo de trabajadores de la catedral» y son una muestra de la conciencia adquirida en ese momento:

– El estar juntos nos está metiendo en un ambiente de unión, estamos informados, nos sentimos fuertes, seguros. Las mujeres están incorporadas a nosotros. Granada entera, además, se está enterando de nuestros problemas, de lo que pretendemos, y de cómo nos estamos comportando.
– Si la huelga la hiciéramos en nuestras casas, permaneceríamos incomunicados, y no sabríamos qué hacer en cada momento. Aquí nos vemos, hablamos, discutimos y vamos aclarando nuestras ideas, al mismo tiempo que nos afirmamos en nuestra decisión.
– Sentimos sobre nosotros la responsabilidad de que todos los obreros españoles tienen la vista fija en lo que estamos haciendo, en lo que hemos de hacer. Creemos que estamos realizando algo que será muy importante en la historia obrera de España.

Por la noche, cuando llegó la hora de cerrar las puertas, los que quisieron se quedaron encerrados, los demás se fueron. Paradójicamente las mujeres que estaban participando de la lucha también quisieron quedarse a dormir, pero después de ser valorado en la asamblea, se les dijo que no. Los trabajadores encerrados querían transmitir una actitud ejemplar y evitar las habladurías, sin embargo sus precauciones fueron inútiles. Los medios mintieron igualmente, diciendo que mujeres y niños habían dormido en la catedral.
Al día siguiente la policía cercó el lugar y ya no dejó entrar a nadie. Tampoco dejaron entrar comida. Su objetivo era que el encierro sucumbiera por falta de apoyo y alimentos. De hecho fueron detenidos y torturados en comisaría algunos de los encerrados que habían salido de la catedral para comprar cervezas con el dinero recogido de una colecta. Pese a las presiones del gobernador, las autoridades eclesiales apoyaban el encierro y no permitieron que la policía entrara a cesalojarlos.17 El carácter espontáneo de esta acción y el hecho de que fuera secundada por un gran número de personas, provocó extrañas reacciones en algunos dirigentes de CCOO y del PCE, que lo interpretaron como una grave amenaza hacia el protagonismo de sus organizaciones:

El número de concentrados fue disminuyendo con rapidez, debido en parte, a que CCOO no participó en él. Yo fui testigo de cómo un militante destacado de ese sindicato pedía a su hijo que abandonase el encierro porque estaba manipulado por los curas […] después un militante (la misma persona) muy importante de este sindicato y del PCE repartía panfletos en la Plaza de las Pasiegas a dos pasos de la policía, que rodeaba la catedral, provocando su detención, como así sucedió y queda reseñado en los relatos que se hicieron de aquellos días. En esta ocasión también estaban firmados con sus siglas.18

De este modo, y dado que se permitía salir a quien lo deseara con garantías de que no se le haría nada, al día siguiente, día 23, mucha gente se fue descolgando del encierro. El día 24, salieron finalmente unas 80 personas.17
Mientras tanto, en el exterior y presionados por las autoridades, los miembros de CCOO hicieron llamamientos por radio y prensa para que finalizara la huelga. El día 23 la policía les permitió entrar en la catedral y hablar con los encerrados. Tras este diálogo los encerrados redactaron un escrito a las autoridades, en el que consideraban más conveniente reanudar las conversaciones del convenio, siempre y cuando los trabajadores decidieran regresar al trabajo de forma voluntaria. Pero la huelga continuaba. En un comunicado conjunto de las dos partes, social y económica, se pidió la reanudación de las deliberaciones. Ante estas peticiones de reanudación de las negociaciones del convenio, respaldadas además por la huelga, la Delegación de Trabajo accedió a la continuación de las deliberaciones, poniendo como condición la vuelta al trabajo. Sin embargo, ésta no se produjo hasta el día 29. Cuando los obreros de la construcción volvieron al trabajo, lo hicieron imponiendo también sus condiciones, que se expresaron en una hoja difundida por un grupo de trabajadores el día 30 de julio. En pocas palabras, planteaban dar un plazo de una semana para la firma del convenio. Si pasado ese plazo no se llegaba a un acuerdo, se amenazaba con nuevas acciones. De este modo, se reconocía por una parte que la vuelta al trabajo era una condición para sacar adelante un convenio digno. Sin embargo, y por otra parte, se pedía a los trabajadores que mantuvieran actitudes de protesta, como la de trabajar sólo 8 horas, sin horas extraordinarias ni destajos y la de recordar antes del trabajo, durante una semana, en pie y en silencio, a los compañeros muertos. Para garantizar un seguimiento de la discusión del convenio, durante esa semana proponían que se presentasen los enlaces en Sindicatos a las seis y media. Donde no hubiera enlaces, deberían elegirse dos compañeros que fuesen a Sindicatos todos los días. Finalmente se hacían llamamientos a la solidaridad económica entre los propios trabajadores:

El que necesite dinero, que lo pida. El que tenga dinero que lo de al que le hace falta. Y esto que lo hagan también los otros gremios y ramos. Ya hay quien parte el jornal con otro que no puede trabajar. No nos olvidemos de los heridos y detenidos. Se hace todo lo que se puede. Pero que nadie pase necesidad por querer conseguir lo que es justo. PODEMOS y debemos apoyarnos unos a otros.

Durante aquellas semanas las acciones de solidaridad en todo el Estado y a nivel europeo con la lucha de los albañiles granadinos fueron espectaculares. Se recaudaron fondos para ayudar a las familias de los muertos, a los heridos, a los represaliados y despedidos por las acciones y con el fin de continuar la lucha. Se consiguió una apreciable cantidad de dinero, descontando el famoso millón de pesetas que ETA anunció haber obtenido en un atraco para destinarlo a las familias de los obreros muertos y del cual nunca se supo nada. Finalmente, en la madrugada del día 3 de agosto, antes de que terminara el plazo, se firmó el nuevo convenio colectivo provincial de la construcción. La noticia apareció en la prensa al día siguiente.

Lo que se ganó y lo que se perdió

Los resultados del convenio fueron, sobre el papel, mediocres. La decepción mayúscula. Y todo esto teniendo en cuenta que existían pocas garantías de que los empresarios fueran a llevar a la práctica lo pactado. Todas las peticiones fueron sistemáticamente rebajadas por la patronal, especialmente las referidas al salario, donde tan solo se obtuvieron 175 pesetas para los peones. La imposibilidad de poder realizar asambleas masivas, una vez se volvió al trabajo, unido al hecho de que el convenio ya había sido firmado y a que los despidos y el aumento del paro no se hicieron esperar, motivaron que la presión de los trabajadores los debilitara aún más. Esto provocó que algunos militantes autónomos y cercanos a la HOAC lamentaran haber mantenido la lucha tan apegada a los márgenes legales. Aunque la lucha por el nuevo convenio de la construcción era un buen punto de partida, la acción quedó demasiado encerrada en ese cauce. Su principal autocrítica no provenía tan solo de su inexperiencia y de su corta visión en lo que se refiere a los objetivos, sino sobre todo a la falta de confianza que demostraron en la clase obrera. La radicalidad obrera del día 21 superó todas sus previsiones. Nadie la esperaba, nadie la mencionó. A pesar de haber sufrido una brutal represión desde el primer día de huelga, la voluntad de lucha de los albañiles granadinos fue tal que, aún varios días después, cuando se pensaba que la gente no daba ya más de sí, se propuso la vuelta al trabajo imponiéndose de nuevo el impulso de los trabajadores sobre la previsión de los militantes. Los obreros continuaron la huelga durante varios días más. Finalmente se volvió al tajo para que se firmara el convenio y una vez firmado, a pesar del gran descontento con que fue acogido, no se planteó reemprender los paros. Con la firma del convenio se había renunciado de antemano a ir más allá en la movilización y a detener la combatividad de la clase obrera. Esto fue lo que luego pesó sobre los militantes. Pensaron que los logros alcanzados eran suficientes por el momento y que la situación no daba para más. Y lo que no daba para más era el objetivo planteado: firmar el convenio y hacerlo cumplir, aunque el de 1970 no fuera un convenio más. Para estos militantes se hizo evidente que conseguir la firma de un convenio, por muy amplios niveles de peticiones que se incluyeran en el anteproyecto, no debía constituirse en el objetivo central de la lucha.19
Otra conclusión de la huelga de 1970, fue que las asambleas eran lugares determinantes, los espacios en los que se desarrollaban las más amplias posibilidades de concienciación y movilización de la clase obrera. Las autoridades franquistas aprendieron la lección tras haber dado permiso para realizar asambleas masivas. Precisamente fue ese el motivo para que no se permitieran las asambleas masivas durante la discusión del nuevo convenio de la construcción de Córdoba en 1970-1971. De hecho, en Granada, la falta de asambleas fue la causa central que motivó la pérdida de fuerza de los trabajadores. Al perderse el elemento aglutinador, el cauce de comunicación, discusión y decisión colectivo, descendió el nivel de cohesión y de presión. Esta imposibilidad de convocar y realizar asambleas hizo que reconquistasen un mayor protagonismo las acciones en las que participaban un número reducido de trabajadores. Fue el momento en el que los militantes volvieron a tener importancia, a pesar de que sus llamamientos tuvieran cada vez menos eco. La relación entre los miembros de la HOAC y los de CCOO se fue degradando a pesar de los intentos de coordinación. El motivo principal de los desencuentros se dio al plantearse acciones de mayor envergadura, como los paros de los días 21 de agosto, 21 de septiembre y 21 de octubre. Estos fueron convocados con el fin de recordar la fecha en la que murieron los tres compañeros y también de presionar para afianzar y ampliar los logros alcanzados con el convenio, la jornada de 8 horas y la lucha contra las represalias.
La intención de CCOO de instrumentalizar la lucha de los albañiles para servir a los objetivos de agitación política del PCE y su mala disposición a colaborar en igualdad de condiciones con otros grupos, acabó por destruir la labor de este grupo de coordinación. Los paros del 21 de octubre de 1970 fueron el último rebrote significativo de la huelga, aunque por culpa del desgaste señalado, ni estuvieron a la altura ni tuvieron la tensión de las dos semanas de julio.
Dada la dispersión del tejido empresarial granadino y debido a la imposibilidad de formar asambleas y de crear cauces de coordinación de los trabajadores a niveles más amplios, se pensaron otras formas de mantener la tensión y la unidad mediante las comisiones de empresa, las reuniones de barrio y los llamamientos. Sin embargo, no cuajó el intento de crear comisiones de empresa. Una vez se perdió la posibilidad de poder desarrollar asambleas masivas, las comisiones de empresa no consiguieron elevar el grado de organización, así como tampoco consiguieron una mayor eficacia. La prueba de que no resultaba inconveniente para los trabajadores crear estas comisiones, fue que en las empresas grandes, debido a la mayor concentración de trabajadores, se pudieron firmar varios acuerdos que mejoraban las condiciones recogidas en el convenio.
Tampoco cuajaron las convocatorias de huelga u otro tipo de presiones, como forma de solidaridad con los represaliados. El nivel de conciencia de la clase obrera en Granada creció mucho con motivo de la huelga de julio, tal y como lo muestra el tejido de organizaciones políticas que aparecieron en la ciudad durante la década siguiente. Sin embargo, los tres muertos de 1970 contribuyeron a que el miedo siguiera calado hasta el tuétano. Ésta es quizás la causa, junto a la falta de organización y de experiencia, de porqué no pudo llevarse a cabo, en ningún momento, una huelga general comarcal en solidaridad con los albañiles.
En cualquier caso, la experiencia de la huelga sirvió para que los convenios de los años sucesivos vinieran acompañados de unos cuantos días de paro en apoyo a las demandas. Se dejó sentir también un cierto cambio de las actitudes en el trabajo, por ejemplo en el trato hacia los albañiles y especialmente entre los propios albañiles. Las prácticas de solidaridad se volvieron así algo frecuente:

Y además los encargados lo sabían, porque sabían que la gente tenia una posibilidad y una mentalidad de unirse. Que no es como antiguamente, cuando antes de esto, cada uno iba a lo suyo y si el encargado la tomaba con uno pues los demás miraban para otro lado [...] Y yo recuerdo que ponían una espuerta en la puerta de la oficina y conforme venía la gente y salían y había una espuerta para echar dinero en solidaridad con los que habían sido represaliados. Bueno pues se echaba tanto dinero que sobraba para darles la quincena a aquellos que habían sido expulsados.20

Algunas partes del convenio fueron hechas cumplir en la práctica gracias a la presión de los propios trabajadores. Para los albañiles granadinos se debía poder vivir dignamente trabajando 8 horas. Una reivindicación que se vivía además como un objetivo solidario, en la misma medida en que las horas extra y los destajos aumentaban las cifras de paro y la emigración. Acciones cotidianas como la de trabajar sólo 8 horas se mantuvieron durante mucho tiempo, al igual que el trabajo a bajo rendimiento, que también se mantuvo durante las semanas siguientes a la huelga, con el objetivo de presionar para conseguir las mejoras pedidas que el convenio no alcanzó a reconocer. Otras formas de presión consistieron en no firmar hojas en blanco, en hacer denuncias en el Sindicato y en la Delegación de Trabajo. De hecho llegaron numerosas denuncias a la Delegación por despidos en represalia contra los trabajadores.
En julio de 1970 a los trabajadores les faltó quizás la prudencia y la sangre fría para plantear una presión combinada que pudiera romper la intransigencia patronal, por medio de paros parciales y de bajo rendimiento hasta llegar a la huelga total. Los albañiles granadinos, sin la tutela de ninguna organización, escogieron en cambio la alternativa más difícil y lo hicieron asumiendo todas sus consecuencias. La dureza extrema de la represión se debió tanto a la falta de experiencia de una policía que no supo reaccionar ante aquel estallido de cólera popular, como al peligro que para el Franquismo representaba la extensión de la protesta obrera, asamblearia y multitudinaria, en territorios distintos de los focos tradicionales de contestación, en las zonas industriales.
En un contexto de escasa organización obrera, los militantes cristianos tuvieron un papel destacado y por ello fueron los más condenados, tanto por la prensa y las autoridades como por ciertos sectores antifranquistas. A pesar de sus errores, su enorme prestigio entre los trabajadores y su alto grado de formación contribuyeron decisivamente a que las decisiones de la asamblea fueran respetadas al máximo y a que el PCE no se hiciera con el control de la movilización. Sin sus informes y análisis y sin las homilías que redactaron esta lucha no habría calado tan hondo en muchas capas de la población. Muchos de estos militantes cristianos y autónomos se instalaron junto a la población originaria del barrio de La Virgencica en los actuales Polígonos de la Cartuja y Almanjayar. Con ellos también se movió la organización que habían creado y al poco tiempo apareció una Asociación de Vecinos del Polígono. Con los años se volvieron a plantear grandes movilizaciones en este barrio, como el encierro en el palacio del arzobispo para protestar contra el paro, en el año 1975. De allí surgieron también las cooperativas de trabajadores de la construcción.21 No obstante, lo que pudo haber sido uno de los barrios más combativos de la ciudad de Granada, no pudo resistir la progresiva y espantosa degradación que sufrió desde finales de los setenta. La posterior avalancha de droga y delincuencia sepultó aquel proyecto de construir, desde la base, un barrio distinto. Las gentes más comprometidas acabaron por dispersarse.
Décadas más tarde la situación en el sector de la construcción de Granada vuelve a ser terrible. A rasgos generales no ha cambiado gran cosa: sigue siendo uno de los principales sectores de la economía provincial y la precariedad y los accidentes laborales están a la orden del día. Aquellos tres trabajadores que fueron asesinados por la policía el 21 de julio de 1970 son recordados cada año. Por tradición ese día no se trabaja en la construcción de Granada y los sindicatos mayoritarios aprovechan la ocasión para hacer un acto, generalmente una concentración junto a un monumento ubicado en la conocida plaza de La Caleta, cerca de donde los mataron. Si se mira de cerca el bajorrelieve del monumento, vemos que algunos de los trabajadores que se hayan esculpidos aparecen portando pancartas con las siglas de CCOO, UGT y hasta CGT. Eso no sucedió nunca. Ni la UGT, ni nada parecido a la CGT existían en aquella época en Granada. Tampoco en 1970 se llevaban pancartas con siglas de organizaciones ilegales, principalmente porque los propios albañiles nunca lo hubieran permitido. Pero a pesar de ser conscientes del error cometido, todas estas observaciones históricas no parecen relevantes. En otro lateral del monumento podemos leer con grandes letras «Democracia» y sin embargo sabemos que los miles de albañiles granadinos que participaron en la huelga de 1970 no se movilizaron por consignas políticas, sino que lo hicieron por mejorar sus condiciones de vida y que únicamente fueron ellos los protagonistas de su lucha. En el intento mataron a tres de ellos. Se llamaban Antonio Huertas Remigio, un chico de 22 años de Maracena; Manuel Sánchez Mesa, de 24 años y vecino de Armilla; y Cristóbal Ibáñez Encinas de 43 años y padre de cinco hijos. Ellos escribieron este capítulo de la sangrienta historia de Granada.

Granada, 2007.


1 El predominio del campo y de la construcción como actividades económicas en la provincia de Granada era casi total. El tejido industrial de la ciudad se limitaba a la Central Lechera (PULEVA) y las Cervezas Alhambra, existía además algún centro minero en la zona de Alquife, la empresa nacional de Santa Bárbara en El Fargue y una empresa de celulosa instalada en Motril por el Instituto Nacional de Industria.

2 Trabajando a destajo se cobra en función del trabajo realizado. Generalmente el empresario señala un rendimiento mínimo para obtener el salario base y de esa manera consigue aumentar el ritmo de trabajo.

3 Antonio Ramos Espejo, Andalucía campo de trabajo y represión, Granada, Aljibe, 1979, p. 19.

4 Testimonio de José Ganivet Zarcos en A. Quitian, A. Aguado, J. Ganivet y M. Ganivet, Curas obreros en Granada, Alcalá la Real, Asociación Cultural Enrique Toral y Pilar Soler, 2006, p. 261.

5 Entre estos pueblos destaca Maracena, que era conocida como «Rusia la chica».

6 «Junto a la presencia comunista se encontrarán dentro de Comisiones trabajadores independientes y católicos, aunque muy minoritarios en relación con el PCE». En Rafael Morales Ruiz, «La significación histórica de la huelga de la construcción de Granada, 21-29 de julio de 1970» en Delgado, Santiago y Veléz, Antonio José (coord.), El futuro del sindicalismo, Granada, Diputación Provincial de Granada, 1996, p. 21.

7 La Ley de Asociaciones de 1964 fue utilizada para fundar la Asociación de Familias de Rekalde en el mismo barrio de Rekalde de Bilbao, considerada la primera de todo el Estado. Con la copia de sus estatutos se fundó en Granada la Asociación de Vecinos de La Virgencica, que fue la segunda en legalizarse.

8 Así nos lo indicó en una conversación Antonio Quitian, trabajador de la construcción, militante de la HOAC y párroco de La Virgencica en aquella época.

9 Extracto de unas memorias inéditas elaboradas por Pedro Ortega, antiguo trabajador de la construcción, participante en la huelga de 1970 y actualmente militante de la CGT.

10 La parte social estaba constituida por los representantes de los trabajadores, mientras que la parte económica la componían los representantes de los empresarios. Ambas formaban la comisión deliberadora.

11 Un acontecimiento que en aquellos meses tuvo cierta repercusión en Andalucía y que animó sobre todo a los militantes comunistas, fue la huelga general de la construcción que se había producido en Sevilla. La huelga se desarrolló en dos fases: una primera en marzo y una segunda a finales de junio de 1970. Fue la primera huelga general de la construcción en el Estado español tras la Guerra Civil.

12 Testimonio inédito de un testigo anónimo, escrito poco tiempo después de la huelga.

13 Testimonio de José Ganivet Zarcos, op. cit., p. 271.

14 Relato de Pedro Ortega, op. cit.

15 «Granada, julio 1970», de Luis González Palencia, Andalucía tierra cercada, Zero, 1977, p. 91. Este poema con cinco estrofas de autor anónimo, encabezaba el informe escrito por militantes de HOAC sobre la huelga de 1970. Dicho informe y otro más que fue redactado por trabajadores autónomos en 1971, haciendo balance de lo sucedido un año después de la huelga, constituyen las principales fuentes junto a los testimonios orales para conocer lo que sucedió. Ambos nos han sido de gran utilidad.

16 «Granada 1970: tres muertos», Cuadernos Ruedo Ibérico, núm. 26-27, agosto-noviembre de 1970, p. 99.

17 El entonces arzobispo de Granada, Emilio Benavent, se declaró a favor de las reivindicaciones de los trabajadores y defendió la labor de los curas obreros, aun cuando en el momento de la huelga se encontraba de viaje.

18 Testimonio de José Ganivet Zarcos, op. cit., pp. 270 y 274.

19 Todas estas reflexiones, así como los documentos producidos en el trasncurso de la movilización y que han sido citados, fueron recogidos en un informe redactado en 1971 por trabajadores autónomos. En este documento se hacía balance de lo sucedido un año después de la huelga. Este documento constituye unas de las principales fuentes, junto a los testimonios orales, para conocer lo que sucedió. Nos ha sido de gran utilidad.

20 Testimonios de Antonio Quitian en los que también menciona la asistencia masiva de los obreros a los juicios que los enfrentaban con los patrones.

21 Estas cooperativas surgieron para hacer frente a las represalias de los wmpresarios granadinos, que habíamos combatido.

Este texto está escrito por Remigio Mesa Encina y recogido en el libro Luchas autónomas en los años setenta coordinado por Espai en Blanc. Traficantes de Sueños 2008.